sábado, 26 de septiembre de 2015

FLORECILLAS DE SAN FRANCISCO | RADIO CRISTIANDAD

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FLORECILLAS DE SAN FRANCISCO



Cómo obtuvo San Francisco

la Indulgencia de la Porciúncula
(O. Englebert)

Porciuncula1


El sábado 16 de julio de
1216, Jacobo de Vitry llegaba a Perusa, donde temporalmente residía la
Corte pontificia. Recién nombrado obispo de San Juan de Acre, antes de
ir a tomar posesión de su sede, venía a recibir la consagración
episcopal en la sobredicha ciudad. Apenas entrado en ella, supo que
aquella misma mañana acababa de morir Inocencio III. Inocencio se había
establecido en Perusa en mayo de 1216. Quería recorrer Toscana y Alta
Italia para tratar de restituir la paz entre las ciudades rivales de
Génova y Pisa, y acelerar los preparativos de la cruzada contra los
Sarracenos.
Dos días tan sólo duró
la vacante de la Santa Sede. Salió elegido Honorio III cuya avanzada
edad y malograda salud permitían creer que no duraría mucho tiempo, pero
que vivió, sin embargo, hasta el año 1227.
«El Papa que acaban de
elegir -escribe Jacobo de Vitry- es un anciano excelente y piadoso, un
varón sencillo y condescendiente, que ha dado a los pobres casi toda su
fortuna».
Francisco debió de
alegrarse al saber la elección de un Papa renombrado por su piedad y
amor a los pobres. Quizás pensó que Dios mismo tomaba en sus manos la
causa del santo Evangelio y, como muchos, creyó un tiempo que iba a
realizarse la reforma de la Iglesia anunciada por el Concilio IV de
Letrán.
En tal caso, podría
suponerse que tan bellas esperanzas dieron, en parte, origen a la
indulgencia de la Porciúncula, la cual siempre consideran como auténtica
los más de los franciscanistas. Lo cierto es que refieren ellos a esta
época un paso extraordinario que dio el Pobrecillo. Tal como ellos, lo
relataremos a continuación, esforzándonos por creer en su historicidad
tanto como en ella creen los mismos.
En su discurso de Letrán
el año 1215, Inocencio III había señalado con el signo TAU a tres
clases de predestinados: los que se alistaran en la cruzada; aquellos
que, impedidos de cruzarse, lucharan contra la herejía; finalmente, los
pecadores que de veras se empeñaran en reformar su vida. ¿Sugirieron a
Francisco aquellas palabras el deseo de reconciliar con Dios el mundo
entero, facilitando a los que no podían ir a Oriente, y a los privados
de recursos con que ganar indulgencias, otros medios de participar
también en la universal redención?
Sea lo que sea, un día del verano de 1216, el Pobrecillo partió para Perusa, acompañado del hermano Maseo.
La noche anterior,
escribe Bartholi, Cristo y su Madre, rodeados de espíritus celestiales,
se le habían aparecido en la capilla de Santa María de los Ángeles:
— Francisco -le dijo el Señor-, pídeme lo que quieras para gloria de Dios y salvación de los hombres.
— Señor -respondió el
Santo-, os ruego por intercesión de la Virgen aquí presente, abogada del
género humano, concedáis una indulgencia a cuantos visitaren esta
iglesia.
La Virgen se inclinó
ante su Hijo en señal de que apoyaba el ruego, el cual fue oído.
Jesucristo ordenó luego a Francisco se dirigiese a Perusa, para obtener
allí del Papa el favor deseado.
Ya en presencia de Honorio III, Francisco le habló así:
— Poco ha que reparé
para Vuestra Santidad una iglesia dedicada a la bienaventurada Virgen
María, Madre de Dios. Ahora vengo a solicitar en beneficio de quienes la
visitaren en el aniversario de su dedicación, una indulgencia que
puedan ganar sin necesidad de abonar ofrenda alguna.
— Quien pide una
indulgencia -observó el Papa-, conviene que algo ofrezca para merecerla…
¿Y de cuántos años ha de ser ésa que pides? ¿De un año?… ¿De tres?…
— ¿Qué son tres años, santísimo Padre?
— ¿Quieres seis años?… ¿Hasta siete?
— No quiero años, sino almas.
— ¿Almas?… ¿Qué quieres decir con eso?
— Quiero decir que
cuantos visitaren aquella iglesia, confesados y absueltos, queden libres
de toda culpa y pena incurridas por sus pecados.
— Es excesivo lo que pides, y muy contrario a las usanzas de la Curia romana.
— Por eso, santísimo Padre, no lo pido por impulso propio, sino de parte de nuestro Señor Jesucristo.
— ¡Pues bien, concedido! En el nombre del Señor, hágase conforme a tu deseo.
Al oír eso, los
cardenales presentes rogaron al Papa que revocara tal concesión,
representándole que la misma desvaloraría las indulgencias de Tierra
Santa y de Roma, que en adelante serían tenidas en nada. Mas el Papa se
negó a retractarse. Le instaron sus consejeros que al menos restringiera
todo lo posible tan desacostumbrado favor. Dirigiéndose entonces a
Francisco, Honorio le dijo:
— La indulgencia
otorgada es valedera a perpetuidad, pero sólo una vez al año, es decir,
desde las primeras vísperas del día de la dedicación de la iglesia hasta
las del día siguiente.
Ansioso de despedirse, Francisco inclinó reverente la cabeza y ya se marchaba, cuando el Pontífice lo llamó diciendo:
— Pero, simplote, ¿así te vas sin el diploma?
— Me basta vuestra
palabra, santísimo Padre. Si Dios quiere esta indulgencia, él mismo ya
lo manifestará si fuere necesario; que, por lo que me toca, la Virgen
María es mi diploma, Cristo es mi notario y los santos Ángeles son mis
testigos.
Y con el hermano Maseo se puso en camino para la Porciúncula.
Una hora habrían andado,
cuando llegaron a la aldea de Colle, situada sobre una colina, a medio
camino entre Asís y Perusa. Allí se durmió Francisco, rendido de fatiga;
al despertar tuvo una revelación que comunicó a su compañero:
— Hermano Maseo -le dijo-, has de saber que lo que se me ha concedido en la tierra, acaba de ratificarse en el cielo.
Celebróse la dedicación de la capilla el día 2 del siguiente agosto.
La liturgia de la
fiesta, con las palabras que Salomón pronunciara en la inauguración del
templo de Jerusalén (1 Re 8,27-29.43), parecía como hecha para aquella
circunstancia. Desde un púlpito de madera, en presencia de los obispos
de Asís, Perusa, Todi, Spoleto, Gubbio, Nocera y Foligno, anunció
Francisco a la multitud la gran noticia:
— Quiero mandaros a
todos al paraíso -exclamó-, anunciándoos la indulgencia que me ha sido
otorgada por el Papa Honorio. Sabed, pues, que todos los aquí presentes,
como también cuantos vinieren a orar en esta iglesia, obtendrán la
remisión de todos sus pecados. Yo deseaba que esta indulgencia pudiese
ganarse durante toda la octava de la dedicación, pero no lo he logrado
sino para un solo día.
Tal es, según los documentos consultados, el origen del famoso Perdón de Asís.
En alabanza de Cristo. Amén.










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