martes, 3 de marzo de 2015

      
      
Seis Conferencias de Viernes Santo
ÍNDICE:
-. JESUCRISTO ES SEÑOR. fl 2,8-11
-. TANTO AMÓ DIOS AL MUNDO. Juan 3, 16.
-. BAUTIZADOS EN SU MUERTE. Romanos 6, 3-4
-. CRUCIFICADO POR SU DEBILIDAD VIVE POR LA FUERZA DE DIO.
2Co 13;4
-. EL ESPÍRITU, LA SANGRE Y EL AGUA, 1 Juan 5, 7-8
En toda la Biblia, junto a la revelación de la fuerza de Dios, hay una
revelación secreta, que podríamos llamar revelación de la debilidad de
Dios. La debilidad de Dios está relacionada con lo que la Escritura llama
con frecuencia "las entrañas misericordiosas de nuestro Dios" (cf. Jr 31,20;
Le 1,78). Esa debilidad lo vuelve, por así decirlo, impotente ante el hombre
pecador y rebelde. El pueblo es "duro para convertirse", "se rebela con
rebelión continua". ¿Y cuál es la respuesta de Dios? "¿Cómo podré
dejarte, Efraín —dice—; entregarte a ti, Israel?... Me da un vuelco el
corazón, se me conmueven las entrañas" (Os 11,8). Y como excusándose
de esa debilidad, Dios dice: "¿Puede una madre olvidarse de su criatura,
dejar de querer al hijo de sus entrañas?" (cf. Is 49,15). En realidad, ese
amor es, por excelencia, el amor de una madre. Nace en esas
profundidades donde se ha formado la criatura y se apodera después de
toda la persona de la mujer —de su cuerpo y de su alma—, haciéndole
sentir a su hijo como una parte de sí misma de la que ya nunca podrá
desprenderse sin un profundo desgarrón en su propio ser.
La causa de la debilidad de Dios es, pues, su amor al hombre. ¡Ver cómo
la persona amada se destruye con sus propias manos y no poder hacer
nada! Algo de eso saben el padre y la madre que ven cómo su hijo se va
apagando, día a día, a causa de la droga, y no pueden ni aludir a su
verdadera enfermedad, por miedo a perderlo del todo. ¿Y no podría
impedirlo Dios, siendo omnipotente? Claro que podría, pero destruyendo
también la libertad del hombre, o sea ¡destruyendo al hombre! Por eso,
sólo puede amonestar, suplicar, amenazar, que es lo que hace desde
siempre por medio de los profetas.
Pero la dimensión de ese sufrimiento de Dios no lo conocíamos hasta que
no tomó cuerpo ante nuestros ojos en la pasión de Cristo. La pasión de
Cristo no es sino la manifestación histórica y visible del sufrimiento del
Padre por culpa del hombre. Es la suprema manifestación de la debilidad
de Dios: Cristo —dice san Pablo— "fue crucificado por su debilidad" (2 Co
      
      
      
13,4). Los hombres vencieron a Dios, el pecado salió victorioso y se yergue
triunfante ante la cruz de Cristo. La luz ha sido cubierta por las tinieblas...
Pero sólo por un instante: Cristo fue crucificado por su debilidad, "pero vive
por la fuerza de Dios", añade enseguida el Apóstol. ¡Vive, vive! Él mismo
se lo repite ahora a su Iglesia: "Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos
de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Infierno" (Ap 1,18).
Verdaderamente, "lo débil de Dios es más fuerte que los hombres" (1 Cc
1,25). La cruz —precisamente la cruz— se ha convertido en fuerza de
Dios, sabiduría de Dios, victoria de Dios. Dios ha vencido sin dejar su
debilidad, más aún, llevándola al extremo. No se ha dejado arrastrar al
terreno del enemigo: "Cuando lo insultaban, no devolvía el insulto" (1 P
2,23). A la voluntad del hombre de aniquilarlo, no respondió con la misma
voluntad de destruirlo, sino con la voluntad de salvarlo: "Por mi vida —
dice—, no quiero la muerte del pecador, sino que cambie de conducta y
viva" (Ez 33,11). Dios manifiesta su omnipotencia con la misericordia y el
perdón (parcendo et miserendo), dice una oración de la Iglesia. Al grito
"¡Crucificalo!’, él contesta con el grito: "¡Padre, perdónalos!" (Le 23,34).
No hay en todo el mundo palabras como esas tres palabras: "¡Padre,
perdónalos!" En ellas se encuentran encerradas toda la fuerza y la santidad
de Dios. Son palabras indomables; no pueden ser superadas por ningún
delito, porque han sido pronunciadas bajo el mayor de todos los delitos, en
un momento en que el mal hizo su esfuerzo supremo, más allá del cual ya
no se puede llegar. "La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde
está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?" (1 Co 16,55).
Esas palabras se parecen a las palabras sacramentales. Ellas también, a
su manera, "producen lo que significan" —la reconciliación del mundo con
Dios— y hacen realidad lo que expresan.
Esa reconciliación empieza enseguida, en torno a la cruz, con los que
crucificaron a Cristo. Yo estoy seguro de que los que crucificaron a Cristo
se han salvado y de que los encontraremos en el paraíso. Estarán allí para
dar testimonio, por los siglos eternos, de hasta dónde ha llegado la bondad
del Señor. Jesús rezó por ellos con toda su autoridad, y el Padre, que
siempre había escuchado la oración del Hijo durante su vida (cf. Jn 11,42),
no pudo dejar de escuchar esta oración que el Hijo le dirigió cuando estaba
a punto de morir. Detrás de los que lo crucificaron viene el buen ladrón, y
después el centurión romano (cf. Mc 15,39), y luego la multitud que se
convierte el día de Pentecostés. Es un cortejo que ha ido aumentando
cada vez más, hasta abarcarnos también a nosotros que estamos aquí
esta tarde celebrando la muerte de Cristo. Del Siervo sufriente Dios había
dicho por medio del profeta Isaías: "Le daré como premio una multitud...,
por haberse entregado a la muerte y haber compartido la suerte de los
pecadores. Pues él cargó con los pecados de muchos e intercedió por los
pecadores" (Is 53,12). Porque intercedió por los pecadores diciendo:
"Padre, perdónalos!", Dios le dio como premio a Jesús de Nazaret
muchedumbres.
      
      
      
Nosotros los hombres tenemos una visión distorsionada de la redención, y
esto nos acarrea muchos problemas en el campo de la fe. Pensamos en
una especie de transacción: Jesús, mediador entre Dios y los hombres,
paga al Padre un precio por nuestro rescate —un precio que es su
sangre—, y el Padre, "satisfecho", perdona a los hombres sus culpas. Pero
ésta es una forma de ver las cosas demasiado humana, inexacta, o al
menos parcial. Una visión que nos resulta intolerable incluso humanamente
hablando: ¡un padre que necesita la sangre de su hijo para sentirse
aplacado! La verdad es otra: el sufrimiento del Hijo es lo primero (¡es
espontáneo y libre!), y a los ojos del Padre es algo tan precioso que su
respuesta es hacerle al Hijo el mayor regalo que podía hacerle: darle una
multitud de hermanos, hacerlo "primogénito de muchos hermanos" (cf. Rm
8,29). "Pídemelo —le dice—: te daré en herencia las naciones, en posesión
los confines de la tierra" (Sal 2,8).
No es, pues, el Hijo quien paga una deuda al Padre, sino el Padre quien
paga una deuda al Hijo por haberle "devuelto a todos los hijos que estaban
dispersos". Y lo paga al estilo de Dios, con una medida infinita, ya que
ninguno de nosotros puede imaginar, ni de lejos, la gloria y la alegría que el
Padre le ha dado a Cristo resucitado.
Un poeta cristiano, comentando la oración del Padre nuestro, pone en
labios de Dios estas palabras que suenan aún más verdaderas si las
aplicamos a la oración de Jesús en la cruz, como ahora vamos a hacerlo:
"Como la estela de un hermoso navío, va extendiéndose hasta
desaparecer y perderse; pero empieza en una punta, y esa punta viene
hacia mí.
Y el navío es mi propio Hijo, cargado con todos los pecados del mundo.
Y esa punta son estas dos o tres palabras:
¡Padre, perdónalos!
Sabía bien lo que hacía aquel día mi Hijo que tanto los amaba,
cuando puso entre ellos y yo esta barrera:
¡Padre, perdónalos!
Estas dos o tres palabras.
Como un hombre que se echa un manto sobre los hombros,
vuelto hacia mí se había vestido,
      
      
      
se había echado sobre los hombros
el manto de los pecados del mundo,
y ahora el pecador se esconde detrás de él de mi rostro.
Se han amontonado como miedosos, ¿y quién podrá reprochárselo?
Como tímidos gorrioncillos se han hacinado detrás de él, que es fuerte.
Y me presentan esa punta.
Y hienden así el viento de mi cólera
y vencen hasta la fuerza de la tempestad de mi justicia,
Y el soplo de mi cólera no puede hacer la menor presa
sobre esa masa angular de alas fugitivas.
Porque ellos me presentan este ángulo:
¡Padre, perdónalos!
Y a mí no me queda más remedio que tomarlos bajo ese ángulo".
El misterio de los santos inocentes.
Tal vez la estela de ese "navío" esté pasando a nuestro lado justo
ahora, en esta Pascua: no nos quedemos fuera; echémonos en
brazos de la misericordia de Dios; escondámonos al abrigo de esa
punta. Unámonos al alegre cortejo de los que han sido rescatados
por el Cordero. En estos momentos, la Iglesia nos suplica, con las
palabras del apóstol Pablo: "¡Reconciliaos con Dios!" (2 Co 5,20).
Dios ha sufrido por ti, por ti en persona, y estaría dispuesto a
volver a hacerlo, si fuese necesario para salvarte. ¿Por qué
quieres perderte? ¿Por qué haces sufrir a tu Dios, diciendo que a
ti todo eso no te importa? A ti Dios no te importa, ¡pero tú si le
importas a Dios! Le importas tanto, que ha muerto por ti. Ten
compasión de tu Dios, no seas cruel con él y contigo mismo.
Prepara en tu corazón las palabras que vas a decirle, como el hijo
pródigo, y ponte en camino hacia él, que te está esperando.
Es bien sabido por qué mucha gente no quiere reconciliarse con
Dios. Dicen: hay demasiados inocentes en el mundo, demasiados
sufrimientos injustos. Reconciliarse con Dios supondría
      
      
      
reconciliarse con la injusticia, aceptar el dolor de los inocentes, ¡y
yo no quiero aceptarlo! No se puede creer en un Dios que permite
el dolor de los inocentes (A. Camus); el sufrimiento de los
inocentes es "la roca del ateísmo".
¡Pero eso es un terrible error! Esos inocentes están cantando
ahora el cántico de victoria del Cordero: "Eres digno. Señor, de
tomar el libro y de abrir sus sellos, porque fuiste degollado y con
tu sangre compraste para Dios hombres de toda tribu, lengua,
pueblo y nación..." (Ap 5,9). Ellos siguen la "estela" del Cordero,
mientras que nosotros seguimos ahí, en esa "roca" desdichada.
Sí, hay mucho dolor inocente en el mundo, tanto que ni siquiera
podemos imaginárnoslo, pero ese dolor no tiene alejado de Dios
al que lo sufre (es más, lo une a Él más que ninguna otra cosa),
sino sólo al que escribe ensayos o discute, sentado cómodamente
en su mesa, sobre el dolor de los inocentes. Los inocentes que
sufren (empezando por los millones de niños a los que se mata en
el seno de su madre) forman un "bloque" con el inocente Hijo de
Dios. Estén o no estén bautizados, forman parte de esa Iglesia
más amplia y oculta que empezó con el justo Abel y que abraza a
todos los perseguidos y a todas las víctimas del pecado del
mundo: la Ecclesia ab Abel. El sufrimiento es su bautismo de
sangre. Al igual que los Santos Inocentes, cuya fiesta celebra la
liturgia inmediatamente después de la Navidad, ellos confiesan a
Cristo, no hablando sino muriendo. Ellos son la sal de la tierra. De
la misma manera que la muerte de Cristo fue el mayor pecado de
la humanidad, y sin embargo salvó a la humanidad, así también el
sufrimiento de esos millones de víctimas del hambre, de la
injusticia y de la violencia son la mayor culpa de la humanidad de
nuestros días, y sin embargo contribuyen a salvar a la
humanidad. Si todavía no nos hemos hundido, tal vez se lo
debamos también a ellos, ¿y podemos llamar a todo eso inútil y
desperdiciado? Pensamos que es un sufrimiento perdido porque
ya no creemos de verdad en la recompensa eterna de los justos,
en la fidelidad de Dios. No es la imposibilidad de explicar el dolor
lo que hace perder la fe, sino la pérdida de la fe lo que hace
inexplicable el dolor.
Y a los pastores de su pueblo, en un día como hoy, Dios les dice:
Perdonad como perdono yo; yo perdono de corazón, me
compadezco hasta las entrañas por la miseria de mi pueblo.
Tampoco vosotros debéis sólo pronunciar con los labios unas frías
fórmulas de absolución; yo quiero servirme no sólo de vuestros
labios, sino también de vuestro corazón, para trasladarles mi
      
      
      
perdón y mi compasión. Revestíos también vosotros de "entrañas
de misericordia". Que ningún pecado os parezca demasiado
grande, demasiado espantoso; decíos siempre a vosotros mismos
y al hermano que tenéis delante: "Sí, pero la misericordia de Dios
es mucho, mucho más grande". Sed como aquel padre de la
parábola que sale al encuentro del hijo pródigo y le echa los
brazos al cuello. Que el mundo no sienta tanto sobre sí el juicio
de la Iglesia, cuanto la misericordia y la compasión de la Iglesia.
No impongáis enseguida penitencias que el pecador no esté aún
en condiciones de cumplir; más bien, haced vosotros penitencia
por él, y así os pareceréis a mi Hijo. Yo amo a esos hijos
extraviados y por eso les daré también, a su tiempo, la posibilidad
de expiar su pecado. ¡Amad, amad a mi pueblo, al que yo amo!
A los que sufren en el alma o en el cuerpo —los ancianos, los
enfermos, los que se sienten inútiles y que son un peso para la
sociedad y que tal vez miran con envidia desde su lecho a los que
están a su lado, en pie y sanos—, yo quisiera decirles con toda
humildad: ¡Mirad cómo se ha comportado Dios! Hubo un tiempo,
cuando la creación, en que también Dios obraba con fuerza y
alegría; hablaba, y se hacía todo, mandaba y todo empezaba a
existir. Pero cuando quiso hacer una cosa todavía más grande,
entonces dejó de obrar y empezó a padecer; inventó el propio
anonadamiento y así nos redimió. Porque también en Dios, y no
sólo en los hombres, "la fuerza se manifiesta plenamente en la
debilidad" (cf. 2 Co 12,9). Vosotros estáis codo con codo con
Cristo en la cruz. Si sufrís por culpa de otros, decid con Jesús:
"¡Padre, perdónalos!" y el Padre os dará, como premio, a ese
hermano para la vida eterna.
Finalmente, a todos quiero repetirles la gran noticia de este día:
¡Cristo fue crucificado por su debilidad, pero vive por la fuerza de
Dios!
JESUCRISTO ES SEÑOR
El día más santo del año para el pueblo judío —el Yom Kippur, o
día de la "Gran expiación"—, el sumo sacerdote, llevando la
sangre de las víctimas, pasaba al otro lado del velo del templo,
entraba en el "Santo de los santos" y allí, solo en presencia del
Altísimo, pronunciaba el Nombre de Dios. Era el Nombre que se le
había revelado a Moisés desde la zarza ardiendo, compuesto de
cuatro letras, que a nadie le era lícito pronunciar durante el resto
del año, sino que se sustituía, al pronunciarlo, con Adonai, que
      
      
      
quiere decir Señor. Ese Nombre —que tampoco yo quiero
pronunciar por respeto al deseo del pueblo judío, por el que la
Iglesia reza el día de Viernes Santo—, proclamado en aquellas
circunstancias, establecía una comunicación entre el cielo y la
tierra, hacía presente a la misma persona de Dios y expiaba,
aunque sólo fuese en figura, los pecados de la nación.
También el pueblo cristiano tiene su Yom Kippur, su día de la
Gran expiación, y ese día es éste que estamos celebrando. Ese
cumplimiento ha sido proclamado, en la segunda lectura de esta
liturgia, con las palabras de la carta a los Hebreos: "Tenemos un
sumo sacerdote grande que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de
Dios" (Hb 4,14). Cristo —leemos en esa misma carta— "ha
entrado en el santuario una vez para siempre, no con sangre de
machos cabríos ni de becerros, sino con la suya propia" (Hb
9,12). También en este día, en el que celebramos, ya no en figura
sino en realidad, la Gran expiación, no ya de los pecados de una
sola nación sino "los del mundo entero" (cf 1 Jn 2,2; Rm 3,25),
también en este día se pronuncia un Nombre. En la aclamación al
Evangelio hemos cantado, hace un momento, estas palabras del
apóstol Pablo: "Cristo se hizo obediente hasta la muerte, y una
muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió
el Nombre sobre todo nombre". También el Apóstol se abstiene de
pronunciar ese nombre inefable y lo sustituye por Adonai, que en
griego suena Kyrios, en latín Dominus y en español Señor: "Toda
rodilla —prosigue el texto— se doble y toda lengua proclame:
¡Jesucristo es el Señor! para gloria de Dios Padre" (Flp 2,8-11).
Pero lo que él quiere expresar con la palabra "Señor" es
precisamente aquel Nombre que proclama el Ser divino. El Padre
ha dado a Cristo —incluso como hombre— su mismo Nombre y su
mismo poder (cf. Mt 28,18); ésta es la verdad inaudita que se
encierra en la proclamación: "¡Jesucristo es el Señor!" Jesucristo
es "El que es", el Viviente.
San Pablo no es el único que proclama esta verdad: "Cuando
levantéis al Hijo del Hombre —dice Jesús en el evangelio de
Juan—, sabréis que Yo Soy" (Jn 1,28). Y también: "Si no creéis
que Yo Soy, moriréis por vuestros pecados" (Jn 8,24). La remisión
de los pecados tiene lugar ahora en este Nombre, en esta
Persona. Hace unos momentos hemos oído, en el relato de la
Pasión, lo que ocurrió cuando los soldados se acercaron a Jesús
para prenderlo: "Les dijo: ‘¿A quién buscáis?’ Le contestaron: ‘A
Jesús el Nazareno’. Les dijo Jesús: ‘Yo Soy’. Al decirles: ‘Yo Soy’,
retrocedieron y cayeron a tierra" (Jn 18,4-6). ¿Por qué
      
      
      
retrocedieron y cayeron a tierra? Porque él había pronunciado su
Nombre divino, "Ego eimí - Yo soy", y éste quedó libre por un
instante para desencadenar su poder. También para el
evangelista Juan, el Nombre divino está íntimamente ligado a la
obediencia de Jesús hasta la muerte: "Cuando levantéis al Hijo
del Hombre, sabréis que Yo Soy y que no hago nada por mi
cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado" (Jn 8,28).
Jesús no es Señor en contra del Padre, o en lugar del Padre, sino
"para gloria de Dios Padre".
***
Ésta es la fe que la Iglesia heredó de los apóstoles, que santificó
sus orígenes, que modeló su culto e incluso su arte. En la aureola
del Cristo Pantocrator de los mosaicos y de los iconos antiguos
aparecen inscritas en oro tres letras griegas: "O-Omega-N - El
que es". Nosotros estamos aquí para hacer que esta fe se
despierte, si es necesario, incluso de las piedras. En los primeros
siglos de la Iglesia, en la semana siguiente al bautismo, que era
la semana de Pascua, tenía lugar la revelación y la entrega a los
neófitos de las realidades cristianas más sagradas, que hasta ese
momento se les habían mantenido ocultas o de las que sólo se
hablaba por alusión, de acuerdo a la "disciplina de lo arcano",
entonces en vigor. Se les introducía, un día tras otro, en el
conocimiento de los "misterios" —es decir, del bautismo, de la
Eucaristía, del Padre nuestro— y de su simbolismo, y por eso se
lo llamaba catequesis "mistagógica". Era una experiencia única,
que dejaba una impresión imborrable para toda la vida, no tanto
por la forma en que ocurría cuanto por la grandeza de las
realidades espirituales que se desplegaban ante sus ojos.
Tertuliano dice que los convertidos "se sobrecogían de asombro
ante la luz de la verdad"
Actualmente todo esto ya no existe; con el paso del tiempo, las
cosas han ido cambiando. Pero podemos recrear momentos como
aquellos. La liturgia aún nos ofrece ocasiones para hacerlo. Y una
de ellas es esta solemne liturgia del Viernes Santo. Esta tarde la
Iglesia, si nos encuentra atentos, tiene algo para "revelarnos" y
para "entregarnos", como si fuéramos neófitos. Tiene para
entregarnos el señorío de Cristo; tiene para revelarnos este
secreto que está escondido para el mundo: que "Jesús es el
Señor" y que ante él debe doblarse toda rodilla. Que, un día, "se
      
      
      
doblará" indefectiblemente ante él toda rodilla (cf. Is 45,23). De
la palabra —o dabar— de Dios, se dice en el Antiguo Testamento
que "caía sobre Israel" (cf. Is 9,7), que "venía sobre alguien".
Pues bien, esta palabra "Jesús es el Señor", culminación de todas
las palabras, "cae" sobre nosotros, viene sobre esta asamblea, se
hace realidad viviente aquí, en el centro de la Iglesia católica.
Pasa como la antorcha ardiendo que pasó entre las dos mitades
de las víctimas que había preparado Abrahán para el sacrificio de
alianza (cf. Gn 15,17).
"Señor" es el nombre divino que nos afecta más directamente a
nosotros. Dios era "Dios" y "Padre" antes que existiesen el
mundo, los ángeles y los hombres, pero aún no era "Señor". Se
hace Señor, Dominus, a partir del momento en que existen
creaturas sobre las que ejercer su "dominio" y que aceptan
libremente ese dominio. En la Trinidad no hay "señores" porque
no hay servidores, sino que todos son iguales. Somos nosotros,
en cierto sentido, los que hacemos que Dios sea el "Señor". Ese
dominio de Dios, que fue rechazado por el pecado, ha sido
restablecido por la obediencia de Cristo, el nuevo Adán. Por
Cristo, Dios ha vuelto a ser Señor por un título más fuerte: por
creación y por redención. ¡Dios ha vuelto a reinar desde la Cruz!
—Regnavit a ligno Deus. "Para esto murió y resucitó Cristo: para
ser Señor de vivos y muertos" (Rm 14,9).
La fuerza objetiva de la frase "Jesús es el Señor" reside en el
hecho de que hace presente la historia. Esa frase es la
consecuencia de dos acontecimientos fundamentales: Jesús murió
por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación; por
eso, Jesús es el Señor. Los acontecimientos que la prepararon se
han condensado después, por así decirlo, en esa consecuencia y
ahora se hacen presentes y operantes en ella, cuando la
proclamamos con fe: "Si tus labios profesan que Jesús es el Señor
y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te
salvarás" (Rm 10,9).
Básicamente, hay dos maneras de entrar en comunión con los
acontecimientos de la salvación: uno es el sacramento, el otro es
la palabra. Esta manera de la que estamos hablando es la de la
palabra, y de la palabra por excelencia, que es el kerigma. El
cristianismo es rico en ejemplos y en modelos de experiencias de
lo divino. La espiritualidad ortodoxa insiste en la experiencia de
Dios a través de los "misterios", a través de la oración del
corazón... La espiritualidad occidental insiste en la experiencia de
      
      
      
Dios mediante la contemplación, en la que el hombre se recoge
en su interior y se eleva, con la mente, por encima de las cosas y
de sí mismo... Y es que hay muchos "caminos de la mente hacia
Dios". Pero la palabra de Dios nos revela uno que ha servido para
abrir el horizonte de Dios a las primeras generaciones cristianas,
un camino que no es extraordinario y que no está reservado para
unos pocos privilegiados, sino que está abierto a todos los
hombres de recto corazón —a los que ya creen y a los que andan
en busca de la fe—; un camino que no sube a través de los
grados de la contemplación, sino que pasa por los
acontecimientos divinos de la salvación; que no nace del silencio,
sino de la escucha. Y es el camino del kerigma: "¡Jesucristo ha
muerto! ¡Jesucristo ha resucitado! ¡Jesucristo es el Señor!".
Tal vez una experiencia de ese tipo es la que tenían los primeros
cristianos cuando, en el culto, exclamaban: ¡Maranatah!, que
quería decir dos cosas, dependiendo de la manera de
pronunciarlo, a saber: "¡Ven, Señor!", o "El Señor está aquí".
Podía expresar un anhelo de la vuelta de Cristo, o bien una
respuesta entusiasta a la epifanía litúrgica de Cristo, es decir a su
manifestación en medio de la asamblea reunida en oración.
Este sentimiento de la presencia del Señor resucitado es una
especie de iluminación interior que, a veces, cambia por completo
el estado de ánimo de la persona que lo recibe. Nos recuerda lo
que ocurría en las apariciones del Resucitado a los discípulos. Un
día, después de Pascua, los apóstoles estaban pescando en el
lago de Tiberíades, cuando en la orilla apareció un hombre que se
puso a hablar con ellos desde lejos. Hasta cierto punto, todo era
normal: se quejaban de que no habían pescado nada, como hacen
con frecuencia los pescadores. Pero de pronto, en el corazón de
uno de ellos -del discípulo al que Jesús quería— se encendió una
luz; lo reconoció y exclamó: "¡Es el Señor!" (Jn 21,7). Y entonces
todo cambió de golpe en la barca.
Entendemos así por qué afirma san Pablo que "nadie puede decir
‘Jesús es el Señor!’ si no es bajo la acción del Espíritu Santo" (1
Co 12,3). Como el pan, en el altar, se convierte en el cuerpo vivo
de Cristo por la fuerza del Espíritu Santo que desciende sobre él,
así, de manera semejante, esa palabra se hace "viva y eficaz" (Hb
4,12) por la fuerza del Espíritu Santo que actúa en ella. Se trata
de un acontecimiento de gracia que podemos preparar, favorecer
y desear, pero que no podemos provocar por nosotros mismos.
Generalmente no nos damos cuenta de ello mientras está
      
      
      
sucediendo, sino sólo después de que ha ocurrido, a veces
después de varios años. En este momento podría ocurrirle a
alguno de los aquí presentes lo que ocurrió en el corazón del
discípulo amado en el lago de Tiberíades: que "reconozca" al
Señor.
En la frase "Jesús es el Señor!" hay también un aspecto subjetivo,
que depende de quien la pronuncia. Varias veces me he
preguntado por qué los demonios, en los evangelios, nunca
pronuncian este título de Jesús. Llegan hasta a decirle a Jesús:
"Tú eres el Hijo de Dios", o también "Tú eres el Santo de Dios"
(cf. Mt 4,3; Mc 3,11; 5,7; Lc 4,41); pero nunca los oímos
exclamar: "Tú eres el Señor!" La respuesta más plausible me
parece ésta: Decir "Tú eres el Hijo de Dios" es reconocer un dato
real que no depende de ellos y que ellos no pueden cambiar. Pero
decir "¡Tú eres el Señor!" es algo muy distinto. Implica una
decisión personal. Significa reconocerlo como tal, someterse a su
dominio. Si lo hiciesen, dejarían en ese mismo momento de ser lo
que son y se convertirían en ángeles de luz.
Esa expresión divide realmente dos mundos. Decir "Jesús es el
Señor!" significa entrar libremente en el ámbito de su dominio. Es
como decir: Jesucristo es "mi" Señor; él es la razón de mi vida;
yo vivo "para" él, y ya no "para mí". "Ninguno de nosotros -
escribía Pablo a los Romanos— vive para sí mismo y ninguno
muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si
morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte
somos del Señor" (Rm 14,7-8). La suprema contradicción que el
hombre experimenta desde siempre —la contradicción entre la
vida y la muerte— ya ha sido superada. Ahora la contradicción
más radical no se da entre el vivir y el morir, sino entre el vivir
"para el Señor" y el vivir "para sí mismos". Vivir para sí mismos
es el nuevo nombre de la muerte.
La proclamación "Jesús es el Señor!" ocupó, después de Pascua,
el lugar que en la predicación de Jesús había tenido el anuncio
"¡Ha llegado a vosotros el reino de Dios!" Antes de que existiesen
los evangelios y antes de que existiese el proyecto de escribirlos,
existía ya esta noticia: "Jesús ha resucitado. Él es el Mesías. ¡El es
el Señor!" Todo empezó con esto. En esta noticia que nació con la
Pascua estaba encerrada ya, como en una semilla, toda la fuerza
de la predicación evangélica. La catequesis y la teología de la
Iglesia son como un árbol majestuoso que brotó de esa semilla.
Pero ésta —como ocurre con la semilla natural—, con el paso del
      
      
      
tiempo, quedó sepultada bajo la planta que produjo. El kerigma,
en nuestra conciencia actual, es una de las verdades de la fe, un
punto, aun cuando sea importante, de la catequesis y de la
predicación. No es algo que esté aparte, en el origen de la fe.
Mi primera reacción ante un texto de la Escritura es siempre la de
ir a buscar las resonancias que ese texto ha tenido en la
Tradición, es decir en los Padres y en los Doctores de la Iglesia,
en la liturgia, en los santos. Y lo normal es que se agolpen los
testimonios en la mente. Pero cuando intenté hacerlo con la
expresión "¡Jesús es el Señor!", comprobé con sorpresa que la
Tradición era casi muda. En el siglo III d. C., el título de Señor ya
no conserva su significado original y se lo considera inferior al
título de Maestro. Se lo conceptúa como título característico de los
que siguen siendo "siervos" y todavía no han llegado a ser
"amigos", y por lo tanto es propio del estadio del "temor". Sin
embargo, ya sabemos que es algo muy distinto.
Para una nueva evangelización del mundo, necesitamos volver a
sacar a la luz aquella semilla, en la que se encuentra condensada,
aún intacta, toda la fuerza del mensaje evangélico. Necesitamos
desenterrar "la espada del Espíritu", que es el anuncio apasionado
de Jesús como Señor. En una célebre obra épica del medioevo
cristiano, se habla de un mundo en el que todo languidece y se
vuelve confuso porque nadie plantea la cuestión fundamental y
nadie pronuncia la palabra crucial —la del Santo Grial—, pero que
vuelve a florecer cuando se pronuncia de nuevo esa palabra y
cuando se atrae la atención sobre lo que tiene que estar por
encima de los pensamientos de todos. Algo así ocurre, creo yo,
con la palabra del kerigma: "!Jesús es el Señor!" Todo languidece
y carece de vigor donde ya no se pronuncia esa palabra, o ya no
se coloca en el centro, o ya no se pone "en el Espíritu". Y todo se
reanima y se vuelve a inflamar donde esa palabra se pone en
toda su pureza, en la fe. Aparentemente, nada nos es tan familiar
como la palabra "Señor". Es parte del nombre con que invocamos
a Cristo al final de todas las oraciones litúrgicas. Pero una cosa es
decir "Nuestro Señor Jesucristo" y otra decir "¡Jesucristo es
nuestro Señor!" Durante siglos, y puede decirse que hasta
nuestros días, la misma proclamación "Jesús es el Señor" con que
se cierra el himno de la carta a los Filipenses ha quedado
escondida bajo una traducción errónea. En efecto, la Vulgata
traducía "Toda lengua proclame que el Señor Jesucristo está en la
gloria de Dios Padre" —Omnis lingua confiteatur quia Dominus
Jesus Christus in gloria est Dei Patris—, mientras que -como
      
      
      
ahora sabemos— el sentido de esa frase no es que el Señor
Jesucristo está en la gloria de Dios Padre, sino que Jesús es el
Señor, ¡y que lo es para gloria de Dios Padre!
Pero no basta con que la lengua proclame que Jesucristo es el
Señor; es preciso además que "toda rodilla se doble". No son dos
cosas separadas, sino una sola cosa. Quien proclama a Jesús
como Señor tiene que hacerlo doblando la rodilla, es decir
sometiéndose con amor a esa realidad, doblando la propia
inteligencia en obediencia a la fe. Se trata de renunciar a ese tipo
de fuerza y de seguridad que proviene de la "sabiduría", es decir
de la capacidad para afrontar al mundo incrédulo y soberbio con
sus mismas armas, que son la dialéctica, la discusión, los
razonamientos sin fin, cosas todas que nos permiten "estar
siempre buscando sin nunca encontrar" (cf. 2 Tm 3,7), y por
tanto sin sentimos nunca obligados a tener que obedecer a la
verdad una vez que la hemos encontrado. El kerigma no da
explicaciones, sino que exige obediencia, porque en él actúa la
autoridad del mismo Dios. "Después" y "al lado" de él, hay lugar
para todas las razones y demostraciones, pero no "dentro" de él.
La luz del sol brilla por sí misma y no puede ser esclarecida con
otras luces, sino que es ella la que lo esclarece todo. Quien dice
que no la ve, lo único que hace es proclamar que él mismo es
ciego.
Es preciso aceptar la "debilidad" y la "necedad" del kerigma —lo
cual significa también la propia debilidad, humillación y derrota—,
para que la fuerza y la sabiduría de Dios puedan salir
victoriosamente a la luz y seguir actuando. "Las armas con que
luchamos —dice Pablo— no son humanas, sino divinas, y tienen
poder para destruir fortalezas. Deshacemos sofismas y cualquier
clase de altanería que se levante contra el conocimiento de Dios.
Estamos también dispuestos a someter a Cristo todo
pensamiento" (2 Co 10,4-5). En otras palabras, es necesario estar
en la cruz, porque la fuerza del señorío de Cristo brota toda ella
de la cruz.
Debemos estar atentos a no avergonzarnos del kerigma. La
tentación de avergonzarnos de él es fuerte. También lo fue para
el apóstol Pablo, que sintió la necesidad de gritarse a sí mismo:
"¡Yo no me avergüenzo del Evangelio!" (Rm 1,16). Y lo sigue
siendo aún más en nuestros días. ¿Qué sentido tiene —nos
      
      
      
insinúa una parte de nosotros mismos— hablar de que Cristo ha
resucitado y de que es el Señor, mientras a nuestro alrededor
existen tantos problemas concretos que acosan al hombre: el
hambre, la injusticia, la guerra...? Al hombre le gusta que se
hable de él —aunque se hable mal— bastante más que oír hablar
de Dios. En tiempos de Pablo una parte del mundo pedía milagros
y otra parte pedía sabiduría. Hoy una parte del mundo (la que
vive bajo regímenes capitalistas) pide justicia, y otra parte (la que
vive bajo regímenes totalitarios comunistas) pide libertad. Pero
nosotros predicamos a Cristo crucificado y resucitado (cf. 1 Co
1,23), porque estamos convencidos de que en él tienen su
fundamento la verdadera justicia y la verdadera libertad.
***
En la catequesis mistagógica, la revelación de los misterios tenía
lugar de dos maneras: mediante las palabras y mediante los ritos.
Los neófitos escuchaban las explicaciones y veían los ritos, sobre
todo el rito eucarístico que nunca antes habían contemplado con
sus ojos. Lo mismo sucede también en esta liturgia, en la que se
nos entrega el misterio del señorío de Cristo. Después de la
liturgia de la palabra, vienen ahora una serie de ritos. Se
descubrirá solemnemente la imagen del Crucificado y nos
arrodillaremos todos tres veces. Mostraremos, incluso de manera
visible, que en la Iglesia toda rodilla se dobla. El velo morado que
hasta ahora cubría la imagen del Crucificado simboliza ese otro
velo que oculta al Crucifijo desnudo a los ojos del mundo. "Hasta
hoy —decía san Pablo de los judíos de su tiempo—, un velo cubre
sus mentes; pero cuando se vuelvan hacia el Señor, se quitará el
velo" (2 Co 3,15-16). Por desgracia, ese velo está tendido
también ante los ojos de muchos cristianos y sólo se descorrerá
"cuando se vuelvan hacia el Señor", cuando descubran el señorío
de Cristo. No antes.
Cuando, esta tarde, se "eleve" ante nuestros ojos el Crucifijo
desnudo, mirémoslo bien. Ése es el Jesús a quien proclamamos
como "Señor", y no otro, no un Jesús fácil, de agua de rosas. Es
importante lo que vamos a hacer. Para que nosotros pudiésemos
tener el privilegio de saludarlo como Rey y Señor verdadero,
como haremos enseguida, Jesús aceptó ser saludado como rey de
burlas; para que nosotros pudiésemos tener el privilegio de doblar
humildemente la rodilla ante él, él aceptó que se arrodillaran ante
él por burla y por escarnio. "Los soldados —está escrito— lo
vistieron de púrpura, le pusieron una corona de espinas, que
      
      
      
habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo... Le
golpearon la cabeza con una caña, le escupieron y, doblando las
rodillas, se postraban ante él" (Mc 15,16-19).
Tenemos que estar muy compenetrados con lo que hacemos y
poner en ello una gran adoración y una enorme gratitud, pues es
muy grande el precio que él ha pagado. Todas las
"proclamaciones" que escuchó, estando vivo, fueron
proclamaciones de odio; todas las "genuflexiones" que vio fueron
genuflexiones de ignominia. No debemos añadir nosotros otras
más con nuestra frialdad y nuestra superficialidad. Mientras
expiraba en la cruz, aún tenía en sus oídos el eco ensordecedor
de aquellos gritos y la palabra "Rey" colgaba escrita sobre su
cabeza como una condena. Ahora que vive a la derecha del Padre
y que está presente, por el Espíritu, en medio de nosotros, que
sus ojos puedan ver que toda rodilla se dobla y que, con ello, se
dobla la mente, el corazón, la voluntad y todo; que sus oídos
escuchen el grito de alegría que brota del corazón de los
redimidos: "Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre
TANTO AMÓ DIOS AL MUNDO
Los relatos de la Pasión —especialmente los relatos sinópticos—,
con su estilo descarnado, carente de cualquier comentario
teológico o edificante, nos transportan a los primerísimos días de
la Iglesia. Esos relatos son las primeras partes del Evangelio que
se "formaron" (para utilizar el lenguaje del moderno "método de
las formas") en la tradición oral y que circularon entre los
cristianos. En esta etapa, predominan los hechos; todo se resume
en dos acontecimientos: murió-resucitó. Pero esa etapa de los
puros hechos quedó pronto superada. Los creyentes se hicieron
muy pronto la pregunta sobre el "porqué" de aquellos hechos, es
decir de la pasión: ¿por qué padeció Cristo? Y la respuesta fue:
"¡Por nuestros pecados!". Nace así la fe pascual, expresada en la
célebre frase de Pablo: "Cristo murió por nuestros pecados; fue
resucitado para nuestra justificación" (cf. 1 Co 15,3-4; Rm 4,25).
Teníamos ya los hechos —murió, resucitó— y el significado para
nosotros de esos hechos: por nuestros pecados, para nuestra
justificación. La respuesta parecía completa: por fin historia y fe
formaban un único misterio pascual.
      
      
      
Sin embargo, aún no se había tocado el verdadero fondo del
problema. La pregunta volvía a surgir de otra manera: ¿por qué
murió por nuestros pecados? Y la respuesta que iluminó de golpe
la fe de la Iglesia, como con resplandor de sol, fue: "¡Porque nos
amaba!" "Cristo nos amó y se entregó por nosotros" (Ef. 5,2);
"Me amó hasta entregarse por mí" (Ga 2,20); "Cristo amó a su
Iglesia y por eso se entregó a sí mismo por ella" (Ef. 5,25). Como
puede verse, ésta es una verdad pacífica, primordial, que lo
penetra todo y que se aplica tanto a la Iglesia en su conjunto
como personalmente a cada hombre. El evangelista san Juan, que
escribe después que los demás, hace remontar esta revelación
hasta el mismo Jesús terreno: "Nadie —dice Jesús en el evangelio
de Juan— nadie tiene amor más grande que el que da la vida por
sus amigos. Vosotros sois mis amigos" (Jn 15,13s).
Esta respuesta al "porqué" de la pasión de Cristo es
verdaderamente definitiva y no admite más preguntas. Nos amó
porque nos amó, ¡y basta! Y es que el amor de Dios no tiene un
"porqué", es gratuito. Es el único amor en el mundo real y
totalmente gratuito, que no pide nada para sí (¡ya lo tiene todo!),
sino que sólo da, o, mejor, se da. "En esto consiste el amor: no
en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos
amó... ¡El nos amó primero!" (1 Jn 4,10.19).
Jesús, pues, sufrió y murió libremente, por amor. No por
casualidad, ni por necesidad, ni por oscuras fuerzas o razones de
la historia que lo hayan arrollado sin que él se diera cuenta o a
pesar suyo. Quien afirme eso, vacía el Evangelio; le quita el alma.
Porque el Evangelio es únicamente esto: el alegre mensaje del
amor de Dios en Cristo Jesús. Y no sólo el Evangelio, sino toda la
Biblia es únicamente esto: la noticia del amor misterioso,
incomprensible, de Dios al hombre. Si toda la Escritura se pusiese
a hablar a la vez, si, por un milagro, de palabra escrita se
convirtiese toda ella en palabra pronunciada de viva voz, esta
voz, más potente que las olas del mar, gritaría: "¡Dios os ama!".
El amor de Dios al hombre hunde sus raíces en la eternidad ("Él
nos eligió antes de crear el mundo", dice el Apóstol en Ef. 1,4),
pero se ha manifestado en el tiempo en una serie de gestos
concretos que constituyen la historia de la salvación. Dios había
hablado ya antiguamente a nuestros padres, en múltiples
ocasiones y de muchas maneras, de ese amor suyo (cf. Hb 1,1).
Había hablado al crearnos, pues ¿qué es la creación sino un acto
de amor, el acto primordial del amor de Dios al hombre? ("Tú has
      
      
      
creado el universo para derramar tu amor sobre todas las
criaturas"’, decimos en la Plegaria eucarística IV: 1 Así dice la
versión italiana. La versión oficial española presenta una ligera
variante: "Hiciste todas las cosas para colmarlas de tus
bendiciones".). Habló después por los profetas, pues los profetas
de la Biblia no son, en realidad, otra cosa que los mensajeros del
amor de Dios, los "amigos del Esposo". Incluso cuando reprenden
o amenazan, lo hacen para defender ese amor de Dios a su
pueblo. En los profetas, Dios compara su amor al de una madre
(Is 49,15s), al de un padre (Os 11,4), al de un esposo (Is 62,5).
Dios mismo resume en una frase su forma de proceder con Israel,
diciendo: "Con amor eterno te amé" (Jr 31,3). ¡Una frase nunca
oída, en ninguna filosofía ni en ninguna religión, en boca de un
dios! El "dios de los filósofos" es un dios al que amar, no un Dios
que ama, y que ama primero.
Pero a Dios no le bastó con hablarnos de su amor por los
profetas". "Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo"
(Hb 1,2). Hay una enorme diferencia respecto a lo de antes:
Jesús no se limita a hablarnos del amor de Dios, como hacían los
profetas: él "es" el amor de Dios. ¡Porque "Dios es amor" y Jesús
es Dios!
Con Jesús, Dios ya no nos habla desde lejos, sirviéndose de
intermediarios: nos habla desde cerca y nos habla en persona.
Nos habla desde dentro de nuestra condición humana, después de
haber saboreado hasta el fondo sus sufrimientos. ¡El amor de
Dios se hizo carne y vino a vivir en medio de nosotros! Ya en la
antigüedad había quienes leían así a Juan 1,14. Jesús nos ha
amado con un corazón divino y humano a la vez; de manera
perfectamente humana, aunque con medida divina. Un amor lleno
de fuerza y de delicadeza, tiernísimo e incesante. Como ama a
sus discípulos, como ama a los niños, como ama a los pobres y a
los enfermos, como ama a los pecadores... Amando, hace crecer,
devuelve la dignidad y la esperanza; todos los que se acercan a
Jesús con sencillo corazón salen transformados por su amor.
Su amor se hace amistad: "Ya no os llamo siervos, a vosotros os
llamo amigos" (Jn 15.15). Y no se queda ahí: él llega a una
identificación con el hombre para la que ya no bastan las
analogías humanas, ni siquiera la de la madre, la del padre o la
del esposo: "Permaneced en mí —dice— y yo en vosotros" (Jn
15,4).
      
      
      
Y finalmente, la prueba suprema de ese amor: "Habiendo amado
a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo"
(Jn 13,1), es decir hasta los últimos límites del amor. Dos cosas
hay que revelan al verdadero amador y que lo hacen triunfar: la
primera consiste en hacer el bien al amado; la segunda, superior
en gran medida a la primera, consiste en sufrir por él. Para esto,
para darnos una prueba de su gran amor, Dios inventa su propio
anonadamiento, lo hace realidad y se las arregla para hacerse
capaz de sufrir cosas terribles.
De esa manera, Dios, con todo lo que soporta, convence a los
hombres del extraordinario amor que les tiene y los atrae de
nuevo hacia sí, a esos hombres que huían de un Señor tan bueno
pensando que él los odiaba (Cf N. CABASILAS, Vida en Cristo, VI,
2.). Jesús nos repite a nosotros lo que dijo un día a una santa que
estaba meditando la pasión: "¡No te he amado de broma!"
Para saber cómo nos ama Dios, tenemos ya un medio sencillo y
seguro: ¡ver cuánto ha sufrido! No sólo en el cuerpo, sino sobre
todo en el alma. Porque la verdadera pasión de Jesús es la que no
se ve, la que le hizo exclamar en Getsemaní: "Me muero de
tristeza" (Mc 14,34). Jesús murió en su corazón antes que en su
cuerpo. ¿Quién podrá comprender el abandono, la tristeza, la
angustia del alma de Cristo al sentirse "convertido en pecado", él,
el inocentísimo Hijo del Padre? Con razón la liturgia del Viernes
Santo ha puesto en los labios de Cristo crucificado aquellas
palabras de las Lamentaciones: "Vosotros, los que pasáis por el
camino, mirad, fijaos: ¿Hay dolor como mi dolor?".
Pensando precisamente en ese momento, se dijeron aquellas
palabras: "Sic Deus dilexit mundum - ¡Tanto amó Dios al mundo!"
(Jn 3,16). Al comienzo de su evangelio, Juan exclama: "Hemos
contemplado su gloria" (Jn 1,14). Y si preguntamos al
evangelista: "¿Dónde has contemplado su gloria?", él nos
responderá: "Bajo la cruz he contemplado su gloria". Porque la
gloria de Dios consiste en habernos escondido su gloria, en
habernos amado. Ésta es la gloria más grande que Dios tiene
fuera de sí mismo, fuera de la Trinidad. Más grande que la de
habernos creado y que la de haber creado todo el universo. Ahora
que está a la derecha del Padre en la gloria, el cuerpo de Cristo
ya no conserva las señales y las características de su condición
mortal; pero sí que conserva celosamente una cosa y la muestra,
nos dice el Apocalipsis: las señales de su pasión, sus heridas. Y de
      
      
      
ellas se siente orgulloso porque son la prueba de su gran amor a
las criaturas.
Tiene razón Jesús cuando nos repite hoy, desde lo alto de su cruz,
con las palabras de la liturgia: "Pueblo mío, ¿qué más podía hacer
por ti que aún no haya hecho? ¡Respóndeme ! ".
Alguien podría decir: Sí, es verdad que Cristo nos amó entonces,
cuando vivió en la tierra; ¿pero ahora? Ahora que ya no está
entre nosotros, ¿qué queda de aquel amor, a no ser un pálido
reflejo? Los discípulos de Emaús decían: "Hace ya tres días que
sucedió esto", y nosotros nos sentimos tentados de decir: "¡Hace
ya dos mil años...!" Pero se equivocaban, porque Jesús había
resucitado y estaba caminando con ellos. Y también nosotros nos
equivocamos cuando pensamos como ellos, pues su amor sigue
aún en medio de nosotros, "porque el amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se
nos ha dado" (Rm 5,5).
Y ésta es la segunda verdad de este día, que no es menos
hermosa e importante que la primera: Tanto amó Dios al mundo,
que nos ha dado el Espíritu Santo. El agua que brotó del costado
de Cristo junto con la sangre era el símbolo de ese Espíritu Santo.
"En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros:
en que nos ha dado de su Espíritu" (1 Jn 4,13). Recordemos esta
frase de Juan, que es la síntesis de todo; significa que Jesús nos
ha dejado como regalo a sí mismo todo entero, todo su amor,
pues él "vive por el Espíritu" (1 P 3,18).
Lo que hasta ahora he expuesto es la revelación objetiva del amor
de Dios en la historia. Ahora pasemos a nosotros: ¿qué
tendremos que hacer, qué tendremos que decir tras haber
escuchado cómo nos ama Dios? Hay varias respuestas posibles.
Una de ellas: amar también nosotros a Dios. Éste es el primero y
el mayor mandamiento de la ley. Dice un antiguo himno de la
Iglesia: "¿Cómo no amar a quien tanto nos amó? ¿Sic nos
amantem quis non redamaret?" Pero todo esto viene después.
Antes hay que hacer otra cosa.
Otra posible respuesta es: amarnos unos a otros como Dios nos
ha amado. ¿No dice el evangelista Juan que, si Dios nos ha
amado, "también nosotros debemos amarnos unos a otros?" (1 Jn
4,11). Pero también esto viene después; antes hay que hacer otra
cosa. ¿Qué hay que hacer antes? Creer en el amor de Dios.
      
      
      
"Nosotros hemos creído en el amor que Dios nos tiene" (1 Jn
4,16). Por lo tanto, la fe. Pero aquí se trata de una fe especial; no
es la fe como simple asentimiento intelectual a una verdad. Es
algo muy distinto. Es la fe-asombro, la fe incrédula (¡qué
paradoja!): la fe que no puede comprender claramente lo que
cree, aunque lo cree. ¿Cómo es posible que Dios, sumamente feliz
en su serena eternidad, haya tenido el deseo, no sólo de
crearnos, sino también de venir en persona a sufrir en medio de
nosotros? ¿Cómo es posible una cosa así? Ésta es la fe incrédula,
la fe-asombro. Gran parte de las frases del Nuevo Testamento
que hemos escuchado hasta aquí son frases que hay que leerlas
con un signo de admiración; son frases que expresan el asombro
de la Iglesia primitiva: "¡Me amó y se entregó por mí!" "¡Tanto
amó Dios al mundo!".
¡ Qué cosa tan grande esa fe hecha de asombro y admiración!
Cosa difícil y rara si las hay. ¿Creemos nosotros de verdad que
Dios nos ama? Seguro que no lo creemos de verdad, o por lo
menos no lo creemos suficientemente... Porque si lo creyésemos,
pronto la vida, nosotros, las cosas, los acontecimientos, todo se
transfiguraría ante nuestros ojos. Hoy mismo estaríamos con él
en el paraíso, pues el paraíso no es más que esto: gozar del amor
de Dios. Un dicho extra canónico de Jesús reza así: "El que se
asombre reinará". Y aquí se hace realidad esa frase. El que ante
ese increíble amor de Dios se queda profundamente maravillado,
el que se queda sin palabras, ¡ése entra ya desde ahora en el
reino de los cielos!
Pero nosotros, como decía, no creemos de verdad que Dios nos
ame; el mundo ha hecho cada vez más difícil que creamos en el
amor. Demasiadas traiciones, demasiadas decepciones. El que ha
sido traicionado o herido una vez tiene miedo de amar y de ser
amado, porque sabe cuánto daño hace el verse engañado. Y así,
cada vez va creciendo más la fila de los que no consiguen creer
en el amor de Dios; más aún, en ningún amor. El mundo y la vida
están entrando (o siguen) en una era glacial.
En el ámbito personal, existe la tentación de nuestra indignidad,
que nos lleva a decir: "Si, ese amor de Dios es bello, pero no es
para mí. ¿Cómo puede Dios amar a alguien como yo, que lo ha
traicionado y olvidado? Yo soy un ser indigno..." Escuchemos lo
que nos dice la palabra de Dios: "En caso de que nos traicione
nuestra conciencia, Dios es mayor que nuestra conciencia" (1 Jn
3,20).
      
      
      
El mundo necesita creer en el amor de Dios. Lo necesita en
concreto nuestro país si no queremos que siga siendo, como dice
Dante, "el parterre que nos vuelve tan feroces". Urge, por tanto,
volver a proclamar el evangelio del amor de Dios en Cristo Jesús.
Si no lo hacemos, seremos los hombres que meten la luz debajo
del celemín. Defraudaremos al mundo en su esperanza más
secreta. En el mundo hay otros que comparten con los cristianos
la predicación de la justicia social y del respeto al hombre; pero
nadie —nadie, digo—, ni entre los filósofos, ni entre las religiones,
nadie dice al hombre que Dios lo ama, y que lo ama primero. Y
sin embargo, todo se rige por esta verdad, que es la fuerza motriz
de todo. La misma causa del pobre y del oprimido nunca estará
segura mientras no se asiente sobre esta base inamovible de que
Dios nos ama, de que ama al pobre y al oprimido.
Pero no basta con las palabras ni con los lamentos. Hay que estar
dispuestos, como Jesús, a sufrir y a perdonar a quien nos hace
sufrir: "Padre, perdónales..." Jesús nos ha dejado en herencia a
los cristianos estas palabras que él pronunció en la cruz, para que
las conservásemos vivas por los siglos y las usásemos como
nuestra arma más verdadera.
Pero no para perdonar a los enemigos de Jesús en aquel
entonces, que ya no existen, sino para perdonar a los enemigos
de Jesús hoy, a nuestros enemigos, a los enemigos de la Iglesia.
El cristianismo es la religión del perdón de los enemigos. Nadie
debería decir que conoce el amor de Dios derramado en su
corazón por medio del Espíritu Santo, si ese amor no le ha
servido, al menos una vez, para perdonar a un enemigo.
Debemos dar gracias públicamente a aquellos hermanos en la fe
que, tras ser alcanzados por el odio y por la violencia homicida,
han sentido el impulso del Espíritu Santo para perdonar incluso
públicamente a quien les mató a algún familiar y siguieron ese
impulso con humildad. ¡Ellos sí que han creído en el amor! Y han
dado a Cristo un grandioso testimonio de que su amor,
manifestado ese día en la cruz, sigue siendo hoy posible gracias a
su Espíritu; más aún, de que ese amor es lo único capaz de
cambiar algo en el mundo, porque cambia las conciencias.
Y quiero recoger aquí aquella invitación del profeta Isaías que
dice; "Consolad, consolad a mi pueblo, hablad al corazón de
Jerusalén, gritadle que se ha cumplido su servicio" (Is 40, ls).
Como una voz debilísima que viene del silencio y vuelve al
silencio, también yo me he atrevido a hablar "al corazón de
      
      
      
Jerusalén", es decir de la Iglesia, para recordarle lo que tiene de
más precioso: el amor eterno de su divino Esposo. Y ahora el
mismo Esposo se dirige a la Iglesia con las palabras del Cantar de
los Cantares y le dice:
"¡Levántate, amada mía, hermosa mía, ven a mí!
Porque ha pasado el invierno,
las lluvias han cesado y se han ido,
brotan flores en la vega,
llega el tiempo de la poda" (Ct 2,10-12).
En este día santísimo de la muerte de Cristo, un soplo de alegría
levanta al mundo.
BAUTIZADOS EN SU MUERTE
¿Qué significado tiene el rito que estamos realizando? ¿Para qué
nos hemos reunido aquí esta tarde? La respuesta más obvia es:
para conmemorar la muerte del Señor. Pero eso no basta. La
Pascua —escribía san Agustín— no se celebra como un
aniversario, sino como un misterio (sacramentum). Ahora bien,
una celebración se realiza como un misterio cuando no nos
conformamos con recordar un hecho del pasado el día que
ocurrió, sino que lo recordamos de tal forma que participamos en
él (AGUSTIN, Carta 55, 1,2.).
Los ritos del triduo pascual no tienen, pues, un significado
meramente histórico o moral (conmemorar unos hechos,
exhortamos a imitarlos), sino que tienen un significado místico.
En ellos tiene que acontecer algo. No podemos quedarnos fuera,
como simples espectadores u oyentes; tenemos que metemos
dentro, ser "actores" y parte interesada.
Por tanto, esta tarde estamos aquí para realizar una "acción", y
no solo una "evocación". Y la acción que tenemos que realizar es
ésta: bautizarnos en la muerte de Cristo. Escuchemos al apóstol
Pablo cuando escribe:"Los que por el bautismo nos incorporamos
      
      
      
a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos
sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue
resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así
también nosotros andemos en una vida nueva (Rm 6,3-4).
Y surge espontánea una pregunta: ¿Pero todo eso no aconteció ya
el día de nuestro bautismo? ¿Nos queda aún algo por hacer que
no se haya realizado ya? La respuesta es: sí y no. Todo eso ha
ocurrido ya y aún tiene que ocurrir. Si bautizarse significa
"sepultarnos con Cristo en la muerte", entonces nuestro bautismo
aún no está terminado. En el ritual del bautismo existe, desde
siempre, un fórmula breve, destinada a utilizarse con los niños a
los que se bautiza in articulo mortis, es decir en peligro de
muerte. Una vez que ha pasado el peligro, hay que llevar a esos
niños a la iglesia, para completar los ritos que faltan. Pues bien,
nosotros, los cristianos de hoy, somos todos en cierto sentido
bautizados in articulo mortis. Nos han bautizado
apresuradamente, en los primeros días de la vida, por miedo a
que nos sorprendiese la muerte sin el bautismo.
Es una praxis legítima, que se remonta nada menos que a las
puertas de la era apostólica. Sólo que, cuando hemos llegado ya a
la edad adulta, tenemos que completar el bautismo recibido. Y
completarlo, no con unos ritos suplementarios y accidentales, sino
con algo esencial, que incida en la eficacia misma del sacramento,
aunque no influya en su validez. ¿De qué se trata? Dice Jesús: "Id
al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación. El que
crea y se bautice, se salvará" (Mc 16,16). El que crea y se
bautice; dos cosas que aparecen siempre unidas, en el Nuevo
Testamento, cuando se habla del comienzo de la salvación: fe y
bautismo (cf. Jn 1,12; Hch 16,30-33; Ga 3,26-27). El bautismo es
el "sello divino puesto sobre la fe del creyente" (BASILIO MAGNO,
Contra Eunomio, 3,5 (PG 29, 665).
Pero se trata de una fe que abarca a toda la persona, de la fe-
conversión: "Convertíos y creed en el Evangelio" (Mc 1,15), o de
la fe-arrepentimiento: "Arrepentíos y bautizaos todos en nombre
de Jesucristo" (Hch 2,38). En los comienzos de la Iglesia, se
llegaba al bautismo a través de un proceso de conversión que
abarcaba toda la vida. La ruptura con el pasado y el comienzo de
una vida nueva se visualizaban mediante el simbolismo del rito. El
bautizado se quitaba sus vestiduras y se sumergía en el agua;
durante unos instantes se encontraba sin luz, sin respiración,
desaparecido del mundo y como enterrado. Después volvía a salir
      
      
      
a la luz del mundo. Para él ya no eran la luz y el mundo de antes:
eran una luz nueva y un mundo nuevo. Había "renacido del agua
y del Espíritu".
¿Se podrá repetir, en la situación actual, esa experiencia tan
fuerte? Sí, se puede repetir; más aún, es voluntad de Dios que
suceda eso una vez en la vida de todos los cristianos. Jesús dijo
un día: "He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá
estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué
angustia hasta que se cumpla!" (Jn 12,49-50). Y al pronunciar
estas palabras, Jesús pensaba en su muerte, como lo indica la
imagen del bautismo que usó también otras veces en ese mismo
sentido (cf. Mc 10,38). Con su muerte de cruz, Jesús ha
encendido un fuego en el mundo y, en su costado abierto, ha
inaugurado un bautisterio. Y ese fuego y ese costado seguirán
abiertos hasta el fin del mundo, ya que Jesús, en cuanto hombre
sufrió la muerte, pero fue devuelto a la vida por el Espíritu" (1 P
3,18). Más aún, aquel fuego siempre encendido es precisamente
su Espíritu, del que está escrito que "estará siempre con
nosotros" (Jn 14,16). Gracias a ese Espíritu que vive, todo toque
atañe a Jesús es de nuestros días, es actual. Podemos decir que
Cristo muere hoy, que baja hoy a los infiernos y que dentro de
dos días resucitará. Es como si todos los años volviesen a agitarse
las aguas de ese misterioso bautisterio, como el agua de la
piscina de Betsaida, para que todo el que quiera pueda
sumergirse en ella y recobrar la salud.
Bautizarnos en la muerte de Cristo es entrar en la zarza ardiendo;
es pasar por una agonía, porque son purificaciones, aridez,
cruces. Pero por una agonía que, más que preludiar la muerte,
preludia un nacimiento; una agonía-parto. Bautizarnos en su
muerte es entrar en el corazón de Cristo, participar en el drama
del amor y del dolor de Dios. Bautizarnos en su muerte es algo
que no puede describirse, pero que tiene que vivirse. De él
salimos como criaturas nuevas, dispuestas a servir al Reino de un
modo nuevo.
Pero démosle a todo esto un contenido concreto. ¿Qué significa
bautizarnos en la muerte de Cristo? Pablo sigue diciendo: "Porque
su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre; y su
vivir es un vivir para Dios. Lo mismo vosotros consideraos
muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús" (Rm 6,10-
      
      
      
11). Bautizarnos en la muerte de Cristo significa, pues, esto:
¡morir al pecado y vivir para Dios! Morir al pecado, o "romper
definitivamente con el pecado" (cf 1 P 4,1), implica algo muy
concreto: tomar la firme decisión —y, en cuanto depende de
nosotros, la decisión irrevocable— de no cometer más pecados
voluntarios, especialmente "ese pecado" al que aún seguimos un
poco apegados en secreto.
El objetivo y la meta final no es la muerte, sino la vida; más aún,
la novedad de vida, la resurrección, el gozo, la experiencia
inefable del amor del Padre. Pero todo esto es lo que le toca a
Dios; es como el vestido nuevo que él tiene preparado para el que
sale de las aguas del bautismo. Y tenemos que dejar que Dios
haga lo que a él le corresponde, sabiendo que su fidelidad hunde
sus cimientos en el cielo. Nosotros tenemos que hacer lo que nos
toca a nosotros: morir al pecado, salir de la connivencia con el
pecado, de la solidaridad —incluso tácita— con él. Salir de
Babilonia. Babilonia —explica san Agustín en De civitate Dei— es
la ciudad construida sobre el amor a uno mismo que llega hasta el
desprecio de Dios, es la ciudad de Satanás. Babilonia es, por lo
tanto, la mentira, el vivir para uno mismo, para la propia gloria. A
esta Babilonia espiritual alude la palabra de Dios cuando dice:
"Pueblo mío, sal de Babilonia para no haceros cómplices de sus
pecados ni víctimas de sus plagas" (Ap 18,4). No se trata de salir
materialmente de la ciudad y de la solidaridad con los hombres.
Se trata de salir de una situación moral, no de un lugar. No es
una huida del mundo, sino una huida del pecado.
Morir al pecado significa entrar en el juicio de Dios. Dios mira a
este mundo y lo juzga. Su juicio es el único que traza una línea
definida de demarcación entre el bien y el mal, entre la luz y las
tinieblas. Su juicio no se muda con las modas. Convertirnos
quiere decir cruzar el muro de la mentira y ponernos del lado de
la verdad, es decir de Dios. Todo se decide cuando el hombre le
dice a Dios con el salmista: "Reconozco mi culpa...; en la
sentencia tendrás razón, en el juicio juzgarás con rectitud" (Sal
51,5s). Es decir: Acepto, Dios, tu juicio sobre mí; es recto y
santo; es amor y salvación para mí.
Con la venida de Cristo, ese juicio se ha hecho visible, se ha
materializado, se ha hecho historia: ¡la cruz de Cristo! Él dijo
antes de morir, refiriéndose precisamente a su muerte de cruz:
"Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este
mundo va a ser echado fuera" (Jn 12,31). La cruz es el poderoso
      
      
      
"no" de Dios al pecado. Y ha sido plantada, como árbol de vida,
en medio de la plaza de la ciudad (cf. Ap 22,2), en medio de la
Iglesia y del mundo, y ya nadie podrá arrancarla de allí o
sustituirla por otros criterios. También hoy, como en tiempos del
apóstol Pablo, "los griegos" —o sea, los eruditos, los filósofos, los
teólogos— buscan sabiduría; "los judíos" —o sea, los piadosos, los
creyentes— buscan signos, buscan realizaciones, eficacia,
resultados; pero la Iglesia sigue predicando a Cristo crucificado,
fuerza de Dios y sabiduría de Dios (cf. 1 Co 1,23-24).
El 11 de noviembre de 1215, el papa Inocencio III abrió el IV
concilio ecuménico de Letrán, pronunciando un discurso
memorable. El punto de partida fueron las palabras de Jesús
cuando, sentándose a la mesa, dijo: "He deseado enormemente
comer esta Pascua con vosotros" (cf. Lc 12,15). Pascua -explicó el
Pontífice— significa paso. Y hay un triple paso que Jesús quiere
hacer también hoy con nosotros: un paso corporal, un paso
espiritual y un paso eterno. El paso corporal era, para el Pontífice,
el paso hacia Jerusalén para reconquistar el Santo Sepulcro; el
paso espiritual era el paso de los vicios a la virtud, del pecado a la
gracia, y por tanto la renovación moral de la Iglesia; el paso
eterno era el paso definitivo de este mundo al Padre, la muerte.
En su discurso el papa insistía, sobre todo, en el paso espiritual:
en la reforma moral de la Iglesia, sobre todo del clero; esto era lo
que más le preocupaba. Más aún, a pesar de su vejez, decía que
quería pasar él mismo por toda la Iglesia, como aquel hombre
vestido de lino y con los avíos de escribano a la cintura, de que
habla el profeta Ezequiel (Ez 9, lss), para marcar la Tau
penitencial en la frente de los hombres que, como él, lloraban y
se lamentaban por las abominaciones que se cometían en la
Iglesia y en el mundo.
Este sueño no pudo realizarlo, porque pocos meses después le
llegó la muerte y realizó el tercer paso, el paso a la Jerusalén
celestial. Pero en la basílica de Letrán, donde Inocencio III
pronunció aquel discurso, perdido entre la multitud y quizás sin
que nadie lo conociera, estaba —según la tradición— un
pobrecillo: ¡estaba Francisco de Asís! En cualquier caso, lo cierto
es que Francisco recogió el ardiente deseo del papa y lo hizo
suyo. Al volver con los suyos, empezó a predicar desde aquel día,
con mayor intensidad aún que antes, la penitencia y la conversión
y empezó a marcar una Tau en la frente de los que se convertían
sinceramente a Cristo. La Tau, aquel signo profético de la cruz de
Cristo, se convirtió en su sello. Con él firmaba sus cartas y lo
      
      
      
dibujaba en las celdas de los frailes, hasta el punto de que san
Buenaventura pudo decir, después de su muerte: "Recibió del
cielo la misión de llamar a los hombres a llorar, a lamentarse, a
raparse la cabeza y ceñirse el sayal, y de imprimir, con el signo
de la cruz penitencial, la Tau en la frente de los que gimen y
lloran3. (BUENAVENTURA, Leyenda mayor, Prólogo.)
Esta fue la "cruzada" que eligió Francisco para sí: marcar la cruz,
no en las ropas o en las armas, para combatir a los "infieles", sino
marcarla en el corazón, en el suyo y en el de los hermanos, para
acabar con la infidelidad del pueblo de Dios. Recibió esa misión
"del cielo", escribe san Buenaventura; pero ahora sabemos que la
recibió también de la Iglesia, del papa. Quiso ser un humilde
instrumento al servicio de la Iglesia y de la jerarquía, para llevar
a cabo la renovación deseada por el concilio ecuménico de su
tiempo. Al celebrar este año el octavo centenario del nacimiento
del Poverello de Asís, pedimos a Dios que mande a su Iglesia de
hoy, entregada también a llevar a cabo la renovación deseada por
un concilio ecuménico, el Vaticano II, hombres como Francisco,
capaces de ponerse, como él, al servicio de la Iglesia y de llamar
a los hombres a reconciliarse con Dios y entre ellos mediante la
penitencia y la
CRUCIFICADO POR SU DEBILIDAD
VIVE POR LA FUERZA DE DIOS
En toda la Biblia, junto a la revelación de la fuerza de Dios, hay
una revelación secreta, que podríamos llamar revelación de la
debilidad de Dios. La debilidad de Dios está relacionada con lo que
la Escritura llama con frecuencia "las entrañas misericordiosas de
nuestro Dios" (cf. Jr 31,20; Le 1,78). Esa debilidad lo vuelve, por
así decirlo, impotente ante el hombre pecador y rebelde. El
pueblo es "duro para convertirse", "se rebela con rebelión
continua". ¿Y cuál es la respuesta de Dios? "¿Cómo podré dejarte,
Efraín —dice—; entregarte a ti, Israel?... Me da un vuelco el
corazón, se me conmueven las entrañas" (Os 11,8). Y como
      
      
      
excusándose de esa debilidad, Dios dice: "¿Puede una madre
olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas?"
(cf. Is 49,15). En realidad, ese amor es, por excelencia, el amor
de una madre. Nace en esas profundidades donde se ha formado
la criatura y se apodera después de toda la persona de la mujer
—de su cuerpo y de su alma—, haciéndole sentir a su hijo como
una parte de sí misma de la que ya nunca podrá desprenderse sin
un profundo desgarrón en su propio ser.
La causa de la debilidad de Dios es, pues, su amor al hombre.
¡Ver cómo la persona amada se destruye con sus propias manos y
no poder hacer nada! Algo de eso saben el padre y la madre que
ven cómo su hijo se va apagando, día a día, a causa de la droga,
y no pueden ni aludir a su verdadera enfermedad, por miedo a
perderlo del todo. ¿Y no podría impedirlo Dios, siendo
omnipotente? Claro que podría, pero destruyendo también la
libertad del hombre, o sea ¡destruyendo al hombre! Por eso, sólo
puede amonestar, suplicar, amenazar, que es lo que hace desde
siempre por medio de los profetas.
Pero la dimensión de ese sufrimiento de Dios no lo conocíamos
hasta que no tomó cuerpo ante nuestros ojos en la pasión de
Cristo. La pasión de Cristo no es sino la manifestación histórica y
visible del sufrimiento del Padre por culpa del hombre. Es la
suprema manifestación de la debilidad de Dios: Cristo —dice san
Pablo— "fue crucificado por su debilidad" (2 Co 13,4). Los
hombres vencieron a Dios, el pecado salió victorioso y se yergue
triunfante ante la cruz de Cristo. La luz ha sido cubierta por las
tinieblas... Pero sólo por un instante: Cristo fue crucificado por su
debilidad, "pero vive por la fuerza de Dios", añade enseguida el
Apóstol. ¡Vive, vive! Él mismo se lo repite ahora a su Iglesia:
"Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos, y tengo
las llaves de la Muerte y del Infierno" (Ap 1,18). Verdaderamente,
"lo débil de Dios es más fuerte que los hombres" (1 Cc 1,25). La
cruz —precisamente la cruz— se ha convertido en fuerza de Dios,
sabiduría de Dios, victoria de Dios. Dios ha vencido sin dejar su
debilidad, más aún, llevándola al extremo. No se ha dejado
arrastrar al terreno del enemigo: "Cuando lo insultaban, no
devolvía el insulto" (1 P 2,23). A la voluntad del hombre de
aniquilarlo, no respondió con la misma voluntad de destruirlo,
sino con la voluntad de salvarlo: "Por mi vida —dice—, no quiero
la muerte del pecador, sino que cambie de conducta y viva" (Ez
33,11). Dios manifiesta su omnipotencia con la misericordia y el
perdón (parcendo et miserendo), dice una oración de la Iglesia. Al
      
      
      
grito "¡Crucifícalo!’, él contesta con el grito: "¡Padre, perdónalos!"
(Le 23,34).
No hay en todo el mundo palabras como esas tres palabras:
"¡Padre, perdónalos!" En ellas se encuentran encerradas toda la
fuerza y la santidad de Dios. Son palabras indomables; no pueden
ser superadas por ningún delito, porque han sido pronunciadas
bajo el mayor de todos los delitos, en un momento en que el mal
hizo su esfuerzo supremo, más allá del cual ya no se puede llegar.
"La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte,
tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?" (1 Co 16,55). Esas
palabras se parecen a las palabras sacramentales. Ellas también,
a su manera, "producen lo que significan" —la reconciliación del
mundo con Dios— y hacen realidad lo que expresan.
Esa reconciliación empieza enseguida, en torno a la cruz, con los
que crucificaron a Cristo. Yo estoy seguro de que los que
crucificaron a Cristo se han salvado y de que los encontraremos
en el paraíso. Estarán allí para dar testimonio, por los siglos
eternos, de hasta dónde ha llegado la bondad del Señor. Jesús
rezó por ellos con toda su autoridad, y el Padre, que siempre
había escuchado la oración del Hijo durante su vida (cf. Jn 11,42),
no pudo dejar de escuchar esta oración que el Hijo le dirigió
cuando estaba a punto de morir. Detrás de los que lo crucificaron
viene el buen ladrón, y después el centurión romano (cf. Mc
15,39), y luego la multitud que se convierte el día de Pentecostés.
Es un cortejo que ha ido aumentando cada vez más, hasta
abarcarnos también a nosotros que estamos aquí esta tarde
celebrando la muerte de Cristo. Del Siervo sufriente Dios había
dicho por medio del profeta Isaías: "Le daré como premio una
multitud..., por haberse entregado a la muerte y haber
compartido la suerte de los pecadores. Pues él cargó con los
pecados de muchos e intercedió por los pecadores" (Is 53,12).
Porque intercedió por los pecadores diciendo: "¡Padre,
perdónalos!", Dios le dio como premio a Jesús de Nazaret
muchedumbres.
Nosotros los hombres tenemos una visión distorsionada de la
redención, y esto nos acarrea muchos problemas en el campo de
la fe. Pensamos en una especie de transacción: Jesús, mediador
entre Dios y los hombres, paga al Padre un precio por nuestro
rescate —un precio que es su sangre—, y el Padre, "satisfecho",
perdona a los hombres sus culpas. Pero ésta es una forma de ver
las cosas demasiado humana, inexacta, o al menos parcial. Una
      
      
      
visión que nos resulta intolerable incluso humanamente hablando:
¡un padre que necesita la sangre de su hijo para sentirse
aplacado! La verdad es otra: el sufrimiento del Hijo es lo primero
(~es espontáneo y libre!), y a los ojos del Padre es algo tan
precioso que su respuesta es hacerle al Hijo el mayor regalo que
podía hacerle: darle una multitud de hermanos, hacerlo
"primogénito de muchos hermanos" (cf. Rm 8,29). "Pídemelo —le
dice—: te daré en herencia las naciones, en posesión los confines
de la tierra" (Sal 2,8).
No es, pues, el Hijo quien paga una deuda al Padre, sino el Padre
quien paga una deuda al Hijo por haberle "devuelto a todos los
hijos que estaban dispersos". Y lo paga al estilo de Dios, con una
medida infinita, ya que ninguno de nosotros puede imaginar, ni
de lejos, la gloria y la alegría que el Padre le ha dado a Cristo
resucitado.
Un poeta cristiano, comentando la oración del Padre nuestro,
pone en labios de Dios estas palabras que suenan aún más
verdaderas si las aplicamos a la oración de Jesús en la cruz, como
ahora vamos a hacerlo:
"Como la estela de un hermoso navío, va extendiéndose hasta
desaparecer y perderse; pero empieza en una punta, y esa punta
viene hacia mí.
Y el navío es mi propio Hijo, cargado con todos los pecados del
mundo.
Y esa punta son estas dos o tres palabras:
¡Padre, perdónalos!
Sabía bien lo que hacía aquel día mi Hijo que tanto los amaba,
cuando puso entre ellos y yo esta barrera:
¡Padre, perdónalos!
Estas dos o tres palabras.
Como un hombre que se echa un manto sobre los hombros,
vuelto hacia mí se había vestido,
      
      
      
se había echado sobre los hombros
el manto de los pecados del mundo,
y ahora el pecador se esconde detrás de él de mi rostro.
Se han amontonado como miedosos, ¿y quién podrá
reprochárselo?
Como tímidos gorrioncillos se han hacinado detrás de él, que es
fuerte.
Y me presentan esa punta.
Y hienden así el viento de mi cólera
y vencen hasta la fuerza de la tempestad de mi justicia,
Y el soplo de mi cólera no puede hacer la menor presa
sobre esa masa angular de alas fugitivas.
Porque ellos me presentan este ángulo:
¡Padre, perdónalos!
Y a mí no me queda más remedio que tomarlos bajo ese ángulo"1
CHARLES P~GUY, El misterio de los santos inocentes., en
G3uvres poétiques complétes, París, ed. Gallimard, 1975, p
697ss.

Tal vez la estela de ese "navío" esté pasando a nuestro lado justo
ahora, en esta Pascua: no nos quedemos fuera; echémonos en
brazos de la misericordia de Dios; escondámonos al abrigo de esa
punta. Unámonos al alegre cortejo de los que han sido rescatados
por el Cordero. En estos momentos, la Iglesia nos suplica, con las
palabras del apóstol Pablo: "¡Reconciliaos con Dios!" (2 Co 5,20).
Dios ha sufrido por ti, por ti en persona, y estaría dispuesto a
volver a hacerlo, si fuese necesario para salvarte. ¿Por qué
quieres perderte? ¿Por qué haces sufrir a tu Dios, diciendo que a
ti todo eso no te importa? A ti Dios no te importa, ¡pero tú si le
importas a Dios! Le importas tanto, que ha muerto por ti. Ten
compasión de tu Dios, no seas cruel con él y contigo mismo.
      
      
      
Prepara en tu corazón las palabras que vas a decirle, como el hijo
pródigo, y ponte en camino hacia él, que te está esperando.
Es bien sabido por qué mucha gente no quiere reconciliarse con
Dios. Dicen: hay demasiados inocentes en el mundo, demasiados
sufrimientos injustos. Reconciliarse con Dios supondría
reconciliarse con la injusticia, aceptar el dolor de los inocentes, ¡y
yo no quiero aceptarlo! No se puede creer en un Dios que permite
el dolor de los inocentes (A. Camus); el sufrimiento de los
inocentes es "la roca del ateísmo" (G. Büchner).
¡Pero eso es un terrible error! Esos inocentes están cantando
ahora el cántico de victoria del Cordero: "Eres digno. Señor, de
tomar el libro y de abrir sus sellos, porque fuiste degollado y con
tu sangre compraste para Dios hombres de toda tribu, lengua,
pueblo y nación..." (Ap 5,9). Ellos siguen la "estela" del Cordero,
mientras que nosotros seguimos ahí, en esa "roca" desdichada.
Sí, hay mucho dolor inocente en el mundo, tanto que ni siquiera
podemos imaginárnoslo, pero ese dolor no tiene alejado de Dios
al que lo sufre (es más, lo une a Él más que ninguna otra cosa),
sino sólo al que escribe ensayos o discute, sentado cómodamente
en su mesa, sobre el dolor de los inocentes. Los inocentes que
sufren (empezando por los millones de niños a los que se mata en
el seno de su madre) forman un "bloque" con el inocente Hijo de
Dios. Estén o no estén bautizados, forman parte de esa Iglesia
más amplia y oculta que empezó con el justo Abel y que abraza a
todos los perseguidos y a todas las víctimas del pecado del
mundo: la Ecclesia ab Abel. El sufrimiento es su bautismo de
sangre. Al igual que los Santos Inocentes, cuya fiesta celebra la
liturgia inmediatamente después de la Navidad, ellos confiesan a
Cristo, no hablando sino muriendo. Ellos son la sal de la tierra. De
la misma manera que la muerte de Cristo fue el mayor pecado de
la humanidad, y sin embargo salvó a la humanidad, así también el
sufrimiento de esos millones de víctimas del hambre, de la
injusticia y de la violencia son la mayor culpa de la humanidad de
nuestros días, y sin embargo contribuyen a salvar a la
humanidad. Si todavía no nos hemos hundido, tal vez se lo
debamos también a ellos, ¿y podemos llamar a todo eso inútil y
desperdiciado? Pensamos que es un sufrimiento perdido porque
ya no
      
      
      
creemos de verdad en la recompensa eterna de los justos, en la
fidelidad de Dios. No es la imposibilidad de explicar el dolor lo que
hace perder la fe, sino la pérdida de la fe lo que hace inexplicable
el dolor.
**
Y a los pastores de su pueblo, en un día como hoy, Dios les dice:
Perdonad como perdono yo; yo perdono de corazón, me
compadezco hasta las entrañas por la miseria de mi pueblo.
Tampoco vosotros debéis sólo pronunciar con los labios unas frías
fórmulas de absolución; yo quiero servirme no sólo de vuestros
labios, sino también de vuestro corazón, para trasladarles mi
perdón y mi compasión. Revestíos también vosotros de "entrañas
de misericordia". Que ningún pecado os parezca demasiado
grande, demasiado espantoso; decíos siempre a vosotros mismos
y al hermano que tenéis delante: "Sí, pero la misericordia de Dios
es mucho, mucho más grande". Sed como aquel padre de la
parábola que sale al encuentro del hijo pródigo y le echa los
brazos al cuello. Que el mundo no sienta tanto sobre sí el juicio
de la Iglesia, cuanto la misericordia y la compasión de la Iglesia.
No impongáis enseguida penitencias que el pecador no esté aún
en condiciones de cumplir; más bien, haced vosotros penitencia
por él, y así os pareceréis a mi Hijo. Yo amo a esos hijos
extraviados y por eso les daré también, a su tiempo, la posibilidad
de expiar su pecado. ¡Amad, amad a mi pueblo, al que yo amo!
A los que sufren en el alma o en el cuerpo —los ancianos, los
enfermos, los que se sienten inútiles y que son un peso para la
sociedad y que tal vez miran con envidia desde su lecho a los que
están a su lado, en pie y sanos—, yo quisiera decirles con toda
humildad: ¡Mirad cómo se ha comportado Dios! Hubo un tiempo,
cuando la creación, en que también Dios obraba con fuerza y
alegría; hablaba, y se hacía todo, mandaba y todo empezaba a
existir. Pero cuando quiso hacer una cosa todavía más grande,
entonces dejó de obrar y empezó a padecer; inventó el propio
anonadamiento y así nos redimió. Porque también en Dios, y no
sólo en los hombres, "la fuerza se manifiesta plenamente en la
debilidad" (cf. 2 Co 12,9). Vosotros estáis codo con codo con
Cristo en la cruz. Si sufrís por culpa de otros, decid con Jesús:
"¡Padre, perdónalos!" y el Padre os dará, como premio, a ese
hermano para la vida eterna.
      
      
      
Finalmente, a todos quiero repetirles la gran noticia de este día:
¡Cristo fue crucificado por su debilidad, pero vive por la fuerza de
Dios!
En toda la Biblia, junto a la revelación de la fuerza de Dios, hay
una revelación secreta, que podríamos llamar revelación de la
debilidad de Dios. La debilidad de Dios está relacionada con lo que
la Escritura llama con frecuencia "las entrañas misericordiosas de
nuestro Dios" (cf. Jr 31,20; Le 1,78). Esa debilidad lo vuelve, por
así decirlo, impotente ante el hombre pecador y rebelde. El
pueblo es "duro para convertirse", "se rebela con rebelión
continua". ¿Y cuál es la respuesta de Dios? "¿Cómo podré dejarte,
Efraín —dice—; entregarte a ti, Israel?... Me da un vuelco el
corazón, se me conmueven las entrañas" (Os 11,8). Y como
excusándose de esa debilidad, Dios dice: "¿Puede una madre
olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas?"
(cf. Is 49,15). En realidad, ese amor es, por excelencia, el amor
de una madre. Nace en esas profundidades donde se ha formado
la criatura y se apodera después de toda la persona de la mujer
—de su cuerpo y de su alma—, haciéndole sentir a su hijo como
una parte de sí misma de la que ya nunca podrá desprenderse sin
un profundo desgarrón en su propio ser.
La causa de la debilidad de Dios es, pues, su amor al hombre.
¡Ver cómo la persona amada se destruye con sus propias manos y
no poder hacer nada! Algo de eso saben el padre y la madre que
ven cómo su hijo se va apagando, día a día, a causa de la droga,
y no pueden ni aludir a su verdadera enfermedad, por miedo a
perderlo del todo. ¿Y no podría impedirlo Dios, siendo
omnipotente? Claro que podría, pero destruyendo también la
libertad del hombre, o sea ¡destruyendo al hombre! Por eso, sólo
puede amonestar, suplicar, amenazar, que es lo que hace desde
siempre por medio de los profetas.
Pero la dimensión de ese sufrimiento de Dios no lo conocíamos
hasta que no tomó cuerpo ante nuestros ojos en la pasión de
Cristo. La pasión de Cristo no es sino la manifestación histórica y
visible del sufrimiento del Padre por culpa del hombre. Es la
suprema manifestación de la debilidad de Dios: Cristo —dice san
Pablo— "fue crucificado por su debilidad" (2 Co 13,4). Los
hombres vencieron a Dios, el pecado salió victorioso y se yergue
triunfante ante la cruz de Cristo. La luz ha sido cubierta por las
tinieblas... Pero sólo por un instante: Cristo fue crucificado por su
debilidad, "pero vive por la fuerza de Dios", añade enseguida el
      
      
      
Apóstol. ¡Vive, vive! Él mismo se lo repite ahora a su Iglesia:
"Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos, y tengo
las llaves de la Muerte y del Infierno" (Ap 1,18). Verdaderamente,
"lo débil de Dios es más fuerte que los hombres" (1 Cc 1,25). La
cruz —precisamente la cruz— se ha convertido en fuerza de Dios,
sabiduría de Dios, victoria de Dios. Dios ha vencido sin dejar su
debilidad, más aún, llevándola al extremo. No se ha dejado
arrastrar al terreno del enemigo: "Cuando lo insultaban, no
devolvía el insulto" (1 P 2,23). A la voluntad del hombre de
aniquilarlo, no respondió con la misma voluntad de destruirlo,
sino con la voluntad de salvarlo: "Por mi vida —dice—, no quiero
la muerte del pecador, sino que cambie de conducta y viva" (Ez
33,11). Dios manifiesta su omnipotencia con la misericordia y el
perdón (parcendo et miserendo), dice una oración de la Iglesia. Al
grito "¡Crucifícalo!’, él contesta con el grito: "¡Padre, perdónalos!"
(Le 23,34).
No hay en todo el mundo palabras como esas tres palabras:
"¡Padre, perdónalos!" En ellas se encuentran encerradas toda la
fuerza y la santidad de Dios. Son palabras indomables; no pueden
ser superadas por ningún delito, porque han sido pronunciadas
bajo el mayor de todos los delitos, en un momento en que el mal
hizo su esfuerzo supremo, más allá del cual ya no se puede llegar.
"La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte,
tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?" (1 Co 16,55). Esas
palabras se parecen a las palabras sacramentales. Ellas también,
a su manera, "producen lo que significan" —la reconciliación del
mundo con Dios— y hacen realidad lo que expresan.
Esa reconciliación empieza enseguida, en torno a la cruz, con los
que crucificaron a Cristo. Yo estoy seguro de que los que
crucificaron a Cristo se han salvado y de que los encontraremos
en el paraíso. Estarán allí para dar testimonio, por los siglos
eternos, de hasta dónde ha llegado la bondad del Señor. Jesús
rezó por ellos con toda su autoridad, y el Padre, que siempre
había escuchado la oración del Hijo durante su vida (cf. Jn 11,42),
no pudo dejar de escuchar esta oración que el Hijo le dirigió
cuando estaba a punto de morir. Detrás de los que lo crucificaron
viene el buen ladrón, y después el centurión romano (cf. Mc
15,39), y luego la multitud que se convierte el día de Pentecostés.
Es un cortejo que ha ido aumentando cada vez más, hasta
abarcarnos también a nosotros que estamos aquí esta tarde
celebrando la muerte de Cristo. Del Siervo sufriente Dios había
dicho por medio del profeta Isaías: "Le daré como premio una
      
      
      
multitud..., por haberse entregado a la muerte y haber
compartido la suerte de los pecadores. Pues él cargó con los
pecados de muchos e intercedió por los pecadores" (Is 53,12).
Porque intercedió por los pecadores diciendo: "~Padre,
perdónalos!", Dios le dio como premio a Jesús de Nazaret
muchedumbres.
Nosotros los hombres tenemos una visión distorsionada de la
redención, y esto nos acarrea muchos problemas en el campo de
la fe. Pensamos en una especie de transacción: Jesús, mediador
entre Dios y los hombres, paga al Padre un precio por nuestro
rescate —un precio que es su sangre—, y el Padre, "satisfecho",
perdona a los hombres sus culpas. Pero ésta es una forma de ver
las cosas demasiado humana, inexacta, o al menos parcial. Una
visión que nos resulta intolerable incluso humanamente hablando:
¡un padre que necesita la sangre de su hijo para sentirse
aplacado! La verdad es otra: el sufrimiento del Hijo es lo primero
(~es espontáneo y libre!), y a los ojos del Padre es algo tan
precioso que su respuesta es hacerle al Hijo el mayor regalo que
podía hacerle: darle una multitud de hermanos, hacerlo
"primogénito de muchos hermanos" (cf. Rm 8,29). "Pídemelo —le
dice—: te daré en herencia las naciones, en posesión los confines
de la tierra" (Sal 2,8).
No es, pues, el Hijo quien paga una deuda al Padre, sino el Padre
quien paga una deuda al Hijo por haberle "devuelto a todos los
hijos que estaban dispersos". Y lo paga al estilo de Dios, con una
medida infinita, ya que ninguno de nosotros puede imaginar, ni
de lejos, la gloria y la alegría que el Padre le ha dado a Cristo
resucitado.
Un poeta cristiano, comentando la oración del Padre nuestro,
pone en labios de Dios estas palabras que suenan aún más
verdaderas si las aplicamos a la oración de Jesús en la cruz, como
ahora vamos a hacerlo:
"Como la estela de un hermoso navío, va extendiéndose hasta
desaparecer y perderse; pero empieza en una punta, y esa punta
viene hacia mí.
Y el navío es mi propio Hijo, cargado con todos los pecados del
mundo.
Y esa punta son estas dos o tres palabras:
      
      
      
¡Padre, perdónalos!
Sabía bien lo que hacía aquel día mi Hijo que tanto los amaba,
cuando puso entre ellos y yo esta barrera:
¡Padre, perdónalos!
Estas dos o tres palabras.
Como un hombre que se echa un manto sobre los hombros,
vuelto hacia mí se había vestido,
se había echado sobre los hombros
el manto de los pecados del mundo,
y ahora el pecador se esconde detrás de él de mi rostro.
Se han amontonado como miedosos, ¿y quién podrá
reprochárselo?
Como tímidos gorrioncillos se han hacinado detrás de él, que es
fuerte.
Y me presentan esa punta.
Y hienden así el viento de mi cólera
y vencen hasta la fuerza de la tempestad de mi justicia,
Y el soplo de mi cólera no puede hacer la menor presa
sobre esa masa angular de alas fugitivas.
Porque ellos me presentan este ángulo:
¡Padre, perdónalos!
Y a mí no me queda más remedio que tomarlos bajo ese ángulo”.
El misterio de los santos inocentes.
Tal vez la estela de ese "navío" esté pasando a nuestro lado justo
ahora, en esta Pascua: no nos quedemos fuera; echémonos en
      
      
      
brazos de la misericordia de Dios; escondámonos al abrigo de esa
punta. Unámonos al alegre cortejo de los que han sido rescatados
por el Cordero. En estos momentos, la Iglesia nos suplica, con las
palabras del apóstol Pablo: "¡Reconciliaos con Dios!" (2 Co 5,20).
Dios ha sufrido por ti, por ti en persona, y estaría dispuesto a
volver a hacerlo, si fuese necesario para salvarte. ¿Por qué
quieres perderte? ¿Por qué haces sufrir a tu Dios, diciendo que a
ti todo eso no te importa? A ti Dios no te importa, ¡pero tú si le
importas a Dios! Le importas tanto, que ha muerto por ti. Ten
compasión de tu Dios, no seas cruel con él y contigo mismo.
Prepara en tu corazón las palabras que vas a decirle, como el hijo
pródigo, y ponte en camino hacia él, que te está esperando.
Es bien sabido por qué mucha gente no quiere reconciliarse con
Dios. Dicen: hay demasiados inocentes en el mundo, demasiados
sufrimientos injustos. Reconciliarse con Dios supondría
reconciliarse con la injusticia, aceptar el dolor de los inocentes, ¡y
yo no quiero aceptarlo! No se puede creer en un Dios que permite
el dolor de los inocentes (A. Camus); el sufrimiento de los
inocentes es "la roca del ateísmo" (G. Büchner).
¡Pero eso es un terrible error! Esos inocentes están cantando
ahora el cántico de victoria del Cordero: "Eres digno. Señor, de
tomar el libro y de abrir sus sellos, porque fuiste degollado y con
tu sangre compraste para Dios hombres de toda tribu, lengua,
pueblo y nación..." (Ap 5,9). Ellos siguen la "estela" del Cordero,
mientras que nosotros seguimos ahí, en esa "roca" desdichada.
Sí, hay mucho dolor inocente en el mundo, tanto que ni siquiera
podemos imaginárnoslo, pero ese dolor no tiene alejado de Dios
al que lo sufre (es más, lo une a Él más que ninguna otra cosa),
sino sólo al que escribe ensayos o discute, sentado cómodamente
en su mesa, sobre el dolor de los inocentes. Los inocentes que
sufren (empezando por los millones de niños a los que se mata en
el seno de su madre) forman un "bloque" con el inocente Hijo de
Dios. Estén o no estén bautizados, forman parte de esa Iglesia
más amplia y oculta que empezó con el justo Abel y que abraza a
todos los perseguidos y a todas las víctimas del pecado del
mundo: la Ecclesia ab Abel. El sufrimiento es su bautismo de
sangre. Al igual que los Santos Inocentes, cuya fiesta celebra la
liturgia inmediatamente después de la Navidad, ellos confiesan a
Cristo, no hablando sino muriendo. Ellos son la sal de la tierra. De
la misma manera que la muerte de Cristo fue el mayor pecado de
la humanidad, y sin embargo salvó a la humanidad, así también el
sufrimiento de esos millones de víctimas del hambre, de la
      
      
      
injusticia y de la violencia son la mayor culpa de la humanidad de
nuestros días, y sin embargo contribuyen a salvar a la
humanidad. Si todavía no nos hemos hundido, tal vez se lo
debamos también a ellos, ¿y podemos llamar a todo eso inútil y
desperdiciado? Pensamos que es un sufrimiento perdido porque
ya no creemos de verdad en la recompensa eterna de los justos,
en la fidelidad de Dios. No es la imposibilidad de explicar el dolor
lo que hace perder la fe, sino la pérdida de la fe lo que hace
inexplicable el dolor.
Y a los pastores de su pueblo, en un día como hoy, Dios les dice:
Perdonad como perdono yo; yo perdono de corazón, me
compadezco hasta las entrañas por la miseria de mi pueblo.
Tampoco vosotros debéis sólo pronunciar con los labios unas frías
fórmulas de absolución; yo quiero servirme no sólo de vuestros
labios, sino también de vuestro corazón, para trasladarles mi
perdón y mi compasión. Revestíos también vosotros de "entrañas
de misericordia". Que ningún pecado os parezca demasiado
grande, demasiado espantoso; decíos siempre a vosotros mismos
y al hermano que tenéis delante: "Sí, pero la misericordia de Dios
es mucho, mucho más grande". Sed como aquel padre de la
parábola que sale al encuentro del hijo pródigo y le echa los
brazos al cuello. Que el mundo no sienta tanto sobre sí el juicio
de la Iglesia, cuanto la misericordia y la compasión de la Iglesia.
No impongáis enseguida penitencias que el pecador no esté aún
en condiciones de cumplir; más bien, haced vosotros penitencia
por él, y así os pareceréis a mi Hijo. Yo amo a esos hijos
extraviados y por eso les daré también, a su tiempo, la posibilidad
de expiar su pecado. ¡Amad, amad a mi pueblo, al que yo amo!
A los que sufren en el alma o en el cuerpo —los ancianos, los
enfermos, los que se sienten inútiles y que son un peso para la
sociedad y que tal vez miran con envidia desde su lecho a los que
están a su lado, en pie y sanos—, yo quisiera decirles con toda
humildad: ¡Mirad cómo se ha comportado Dios! Hubo un tiempo,
cuando la creación, en que también Dios obraba con fuerza y
alegría; hablaba, y se hacía todo, mandaba y todo empezaba a
existir. Pero cuando quiso hacer una cosa todavía más grande,
entonces dejó de obrar y empezó a padecer; inventó el propio
anonadamiento y así nos redimió. Porque también en Dios, y no
sólo en los hombres, "la fuerza se manifiesta plenamente en la
debilidad" (cf. 2 Co 12,9). Vosotros estáis codo con codo con
Cristo en la cruz. Si sufrís por culpa de otros, decid con Jesús:
      
      
      
"¡Padre, perdónalos!" y el Padre os dará, como premio, a ese
hermano para la vida eterna.
Finalmente, a todos quiero repetirles la gran noticia de este día:
¡Cristo fue crucificado por su debilidad, pero vive por la fuerza de
Dios!
EL ESPÍRITU, LA SANGRE Y EL AGUA
Un día, en la época en que el templo de Jerusalén estaba
destruido y el pueblo desterrado en Babilonia, el profeta Ezequiel
tuvo una visión. Vio ante sí el templo reconstruido y vio que bajo
el umbral del templo, por el lado derecho, manaba agua hacia
oriente. Se puso a seguir aquel arroyito de agua y se dio cuenta
de que la corriente iba creciendo más y más, a medida que
avanzaba, hasta llegarle primero a los tobillos, después a las
rodillas, luego a la cintura, hasta convertirse en un río que no se
podía vadear. Vio que en la orilla del río crecía una gran cantidad
de árboles frutales y oyó una voz que decía: "Estas aguas fluyen
hacia la comarca levantina, bajarán hacia la estepa,
desembocarán en el mar de las aguas pútridas y lo sanearán.
Todos los seres vivos que bullan allí donde desemboque la
corriente tendrán vida, y habrá peces en abundancia. Al
desembocar allí estas aguas, quedará saneado el mar y habrá
vida adondequiera que llegue la corriente" (Ez 47, lss).
El evangelista Juan vio realizada esta profecía en la pasión de
Cristo. "Uno de los soldados —escribe— con la lanza le traspasó el
costado y al punto salió sangre y agua" (Jn 19,34). La liturgia de
la Iglesia ha recogido esta enseñanza al hacernos cantar, al
principio de todas las Misas solemnes del tiempo pascual, aquellas
palabras del profeta, aplicándoselas a Cristo: "Vidi aquam
egredientem de templo - Vi que manaba agua del templo".
Jesús es el templo que los hombres destruyeron, pero que Dios
ha vuelto a edificar, resucitándolo de la muerte: "Destruid este
templo —había dicho él mismo—, y en tres días lo levantaré"; y el
evangelista explica que "él hablaba del templo de su cuerpo" (Jn
2,19-21). El cuerpo de Cristo en la cruz es, pues, el templo
nuevo, el centro del nuevo culto, el lugar definitivo de la gloria y
de la presencia de Dios entre los hombres. Y ahora, del costado
      
      
      
derecho de este nuevo templo ha brotado agua. También esa
agua, como la que vio el profeta, empezó siendo un arroyito, pero
fue creciendo más y más hasta convertirse también ella en un
gran río. En efecto, de aquel arroyo de agua proviene,
espiritualmente, el agua de todas las pilas bautismales de la
Iglesia. En la pila bautismal de San Juan de Letrán, el papa san
León Magno hizo grabar dos versos latinos que, traducidos, dicen:
"Ésta es la fuente que lavó al mundo entero — trayendo su origen
de la llaga de Cristo" "Fons hic est qui totum diluit orbem -
sumens de Christi vulnere principium". Verdaderamente, de su
costado manaron "ríos de agua viva", es decir ¡del costado de
Cristo en la cruz!
¿Y qué simboliza el agua? Un día -era el último día de la fiesta de
las tiendas—, Jesús, puesto en pie, exclamó a voz en grito: "El
que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí, que beba". Y
el evangelista comenta: "Decía esto refiriéndose al Espíritu, que
habían de recibir los que creyeran en él" (Jn 7,37-39).
El agua, pues, simboliza al Espíritu. "Tres son los testigos —
leemos en la primera carta de san Juan en relación con este
episodio—: el Espíritu, el agua y la sangre" (1 Jn 5,7-8). Estas
tres cosas no están en el mismo plano: el agua y la sangre fue lo
que se vio salir del costado; eran señales, sacramentos; el
Espíritu era la realidad invisible que en ellos se escondía y que en
ellos actuaba.
Antes de este momento, aún no estaba el Espíritu en el mundo;
pero ahora que Jesús ha muerto por nosotros, purificándonos de
nuestros pecados, el Espíritu se cierne de nuevo sobre las aguas,
como en los albores de la creación (cf. Gn 1,2). Después de
exclamar: "Todo está cumplido!", Jesús "entregó el espíritu" (Jn
19,30), es decir: dio su último suspiro, murió, pero también:
entregó el Espíritu, el Espíritu Santo. En ambos significados
piensa el evangelista. El último suspiro de Jesús se convirtió en el
primer suspiro de la Iglesia. Y ésta es la coronación de toda la
obra de la redención, su fruto más precioso. Porque la redención
no consistió solamente en el perdón de los pecados, sino también,
positivamente, en el don de la vida nueva del Espíritu. Es más,
todo se dirigía a esto, y la misma remisión de los pecados no se
realiza hoy en la Iglesia sino en virtud del Espíritu Santo.
      
      
      
Es cierto que el Espíritu Santo vino sobre la Iglesia, de manera
solemne y pública, el día de Pentecostés; pero Juan ha querido
señalar, en su evangelio, de dónde proviene ese Espíritu que el
día de Pentecostés irrumpió desde lo alto sobre los apóstoles;
cuál es su origen en la historia. Ese origen es el cuerpo de Cristo
glorificado en la cruz. En la encarnación, y luego, de una manera
nueva, en el bautismo del Jordán, el Padre envió sobre su Hijo la
plenitud del Espíritu Santo. Ese Espíritu se concentró todo él en la
humanidad del Salvador; santificó su actividad humana, inspiró
sus palabras y guió todas sus decisiones. Por él, "se acostumbró a
vivir entre los hombres" (san Ireneo). Pero durante su vida
terrena estaba oculto a los ojos de los hombres, como el perfume
que contenía aquel frasco de alabastro de la mujer (cf. Jn 12,iss).
Pero luego aquel vaso de alabastro que era la humanidad
purísima de Cristo se rompió durante su pasión, y el perfume que
se derramó inundó toda la casa, que es la Iglesia.
"Adondequiera que llegue la corriente —decía la profecía—, habrá
vida". Eso fue lo que ocurrió también con esa corriente que brotó
del costado de Cristo. Esa corriente trajo al mundo la vida. De tal
forma que, cuando la Iglesia quiso condensar en pocas palabras
su fe en la tercera Persona de la Trinidad, en Constantinopla, en
el año 381, no encontró nada más esencial que decir sobre el
Espíritu Santo que él es quien da la vida: "Creo en el Espíritu
Santo, Señor y dador de vida".
Este anuncio del Espíritu como dador de vida es más necesario y
más esperado que nunca en el mundo en que vivimos. Cuando
san Pablo llegó a Atenas, vio que, en medio de la idolatría que
asolaba la ciudad, estaba también, oculta, la esperanza en una
divinidad distinta, a la que, sin conocerla, los atenienses habían
erigido un altar con la inscripción: "Al Dios desconocido".
Entonces el Apóstol empezó a predicar y a decir: "Atenienses, eso
que veneráis sin conocerlo, os lo anuncio yo" (Hch 17,22-23). Y
empezó a hablar de Jesús muerto y resucitado. Algo parecido
ocurre también hoy. En medio de toda la nueva idolatría y del
materialismo con que se trata de cubrirla, existe en nuestra
sociedad la necesidad difusa de algo nuevo y distinto, de algo que
no se acabe con nosotros, que dé un sentido eterno a la vida.
Existe una profunda insatisfacción que no puede depender de la
falta de cosas, porque con frecuencia es mayor justamente donde
más abundancia hay de cosas. Un indicio de ello es la tristeza,
      
      
      
una tristeza que impresiona a quien no se ha acostumbrado a ella
y a los que vienen de lejos. Incluso a nuestros niños se los educa
silenciosamente en la tristeza.
Un filósofo de nuestros días hablaba de una "nostalgia del
absolutamente Otro" que aflora acá y acullá en el mundo de hoy.
Pues bien, la Iglesia grita a los hombres de hoy lo que aquel día
dijo el Apóstol a los atenienses: "Eso que andáis buscando sin
conocerlo, yo os lo anuncio". Ese algo "distinto", de lo que sentís
nostalgia, existe: ¡es el Espíritu de Dios! El Espíritu es libertad, es
novedad, es gratuidad, es belleza, es alegría. El Espíritu es vida.
¡Cuánto se lucha hoy en día por mejorar, como se dice, "la
calidad de vida"! Al hacerlo, no habría que perder de vista que
existe una vida de calidad distinta, sin la cual todo será en vano.
En efecto, ¿de qué sirve vivir bien, si no podemos vivir para
siempre?
Por eso, ¡qué dulces suenan las palabras que Jesús nos dirige en
silencio, en este día, desde lo alto de la cruz!
"¡Atención, sedientos!, acudid por agua, también los que no
tenéis dinero:
venid, comprad trigo, comed sin pagar, vino y leche de balde" (Is
55,1).
Para vosotros se ha abierto esta herida en mi costado. "Gustad y
ved qué bueno es el Señor". Que vengan también los que no
tienen con qué pagar: los que no tienen méritos, los que se
sienten indignos y pecadores, los que ya no tienen ni fuerzas para
rezar. Sólo una cosa os pido a cambio: vuestra sed, vuestro
deseo: que nos os sintáis ahítos de todo, auto-suficientes. ¡Os
pido fe!
Pero ahora aquel templo que era su cuerpo ya no está entre
nosotros; entonces, ¿adónde nos invita a ir Jesús con esas
palabras? Nos invita a la Iglesia, a los sacramentos de la Iglesia.
Ya no existe visiblemente aquel templo que era su cuerpo físico,
el que nació de María y fue clavado a la cruz; pero aún existe ese
otro cuerpo suyo que es la Iglesia. El mismo evangelista Juan que
nos mostró en el evangelio el cumplimiento de la profecía de
Ezequiel en la cruz, nos muestra en el Apocalipsis su
cumplimiento en la Iglesia. "El ángel del Señor —dice— me
mostró el río de agua viva, luciente como el cristal, que salía del
      
      
      
trono de Dios y del Cordero. A mitad de la calle de la ciudad, a
ambos lados del río, crecía un árbol de la vida..." (Ap 22,1-2). El
agua de la vida corre ahora por en medio de la ciudad santa, la
nueva Jerusalén que es la Iglesia. A ella deben acudir todos los
que tienen verdadera sed del Espíritu. San Ireneo — que bebió su
doctrina de los labios mismos de un discípulo de Juan— nos
advierte: "El Don de Dios le ha sido confiado a la Iglesia... Porque
donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios, y
donde está el Espíritu de Dios allí está también la Iglesia. No
participan de él los que no se alimentan a los pechos de su Madre
para la vida y no beben en la fuente purísima que brota del
cuerpo de Cristo sino que se excavan ‘cisternas agrietadas’ y,
haciéndose fosas en la tierra, beben el agua putrefacta de los
pantanos" (1 IRENEO, Contra las herejías, III, 24,2.)
.
Al anochecer del día de Pascua, entró Jesús en el lugar donde
estaban sus discípulos, "exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20,22). Esto no lo hizo de una vez
para siempre, en su primera Pascua, para luego desaparecer de
Ja historia dejando a la Iglesia caminar sola, con los medios con
que la había dotado, hasta su vuelta. No. Aquel día Jesús, al
conceder a los apóstoles el poder de perdonar los pecados,
inauguró, de forma solemne y visible, su nueva condición de
"dador de vida" (cf. 1 Co 15,45). Y ahora vive para siempre
exhalando su aliento" sobre la Iglesia, y ni por un momento ha
dejado de hacerlo. Y lo hace también ahora, en esta liturgia.
Si él "retira su Espíritu", todo en la Iglesia "expira y vuelve a ser
polvo", exactamente como dice en otro sentido la Escritura que
ocurre con la creación (cf. Sal 194,29). "Sin el Espíritu Santo,
Dios está lejos, Cristo sigue en el pasado, el Evangelio es letra
muerta, la Iglesia una simple organización, la autoridad dominio,
la misión propaganda, el culto simple evocación y el proceder
cristiano una moral de esclavos. Pero con el Espíritu Santo, el
cosmos se levanta y gime con los dolores del Reino, Cristo
resucitado se hace presente, el Evangelio es fuerza vital, la misión
es un Pentecostés, la liturgia es memorial y espera y el proceder
cristiano queda deificado" (Ignacio de Latakia).
Jesús, pues, está siempre "exhalando su Espíritu"; pero nosotros,
los hombres, no siempre hemos recogido ni recogemos su aliento,
no siempre le hacemos caso, fiándonos de nuestro propio
      
      
      
esfuerzo y de nuestra pericia humana, preocupados como
estamos por producir, por hacer, por proyectar y por discutir
entre nosotros. Algo, sin embargo, nos impele de manera
irresistible a detenernos y a exponernos de nuevo, a rostro
descubierto y con el corazón rebosante de un secreto anhelo, al
soplo potente del Resucitado. Un "viento recio" vuelve a sacudir la
casa desde que se ha invocado sobre la Iglesia un nuevo
Pentecostés".
"Llega la hora, y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del
Hijo de Dios, y los que hayan oído vivirán" (Jn 5,25). Sí, ha
llegado la hora y es ésta. Hoy, aun en medio de las espesas
tinieblas que envuelven el mundo, innumerables vidas cristianas,
apagadas o tibias, vuelven a florecer al contacto con el Espíritu de
Cristo. Renacen, vuelven a descubrir la grandeza de su bautismo,
se alegran de ponerse al servicio de la Iglesia para evangelizar y,
aun en medio de las tribulaciones, entonan un cántico nuevo, de
alabanza y de júbilo, a Dios que ha hecho en ellos maravillas de
gracia. Acá y acullá, al calor de ese soplo divino, están brotando
bellísimas flores de santidad en medio del pueblo de Dios.
En este despertar "pentecostal" tienen un papel decisivo los
sacerdotes de la Iglesia, que justo por eso no pueden quedarse al
margen, como simples espectadores, por miedo a lo nuevo. A
nosotros, los sacerdotes, recurren con frecuencia los hombres que
sienten aquella nostalgia del absolutamente Otro. Somos nosotros
los que debemos administrar a los fieles "espíritu y vida". No les
defraudemos; no demos palabras cansadas y desvaídas sobre
Dios a quien anda buscando al Dios vivo. Que no tenga que
decirse también hoy, como en tiempos de Isaías: "Los pobres y
los indigentes buscan agua, y no la hay" (Is 41,17).
Aquel día, junto a la cruz de Jesús, estaba con María el discípulo
al que Jesús tanto quería, el más joven de los discípulos; él "vio y
dio testimonio". También hoy Jesús llama a los jóvenes junto a él
al pie de la cruz. Jóvenes de puro corazón, ¡os necesitamos en la
Iglesia para el "servicio del Espíritu"! Es hermoso dejarlo todo por
Cristo, para ponerse a su servicio en la vida religiosa o sacerdotal.
Es hermoso formar una familia humana, pero es aún más
hermoso trabajar para reunir a la familia de Dios. Hoy, pues, si
oís su llamada, no endurezcáis el corazón. ¡Venid! No os dejéis
desalentar por nuestra mediocridad; vosotros podéis ser —y lo
seréis— mejores sacerdotes que nosotros: ¡los sacerdotes nuevos
de una Iglesia nueva!
      
      
      
Y termino con una oración. Señor Jesús, exhala con fuerza tu
aliento sobre tu Iglesia, reunida en todo el mundo para celebrar
en esta hora tu pasión; pronuncia también sobre nosotros aquella
palabra tuya soberana: "¡Recibid el Espíritu Santo!".
      

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