martes, 3 de marzo de 2015

aprendiendo

aprendiendoENCONTRAR A JESUCRISTO
Selección de escritos
“No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea,
sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona,
que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.”
Benedicto XVI, Carta enc. “Deus caritas est”, 25-12-2005, n. 1
Tabla de contenido
“¿Quién decís que soy yo?”
Pienso que el hombre que no ha respondido a esta pregunta
puede estar seguro de que aún no ha comenzado a vivir
José Luis Martín Descalzo ..................................................................................................................... 3
Una pretensión inimaginable
Lo único que queda por hacer es preguntarse: ¿ha sucedido o no?
Luigi Giussani ...................................................................................................................................... 5
Una primera mirada al misterio de Jesús
Jesús vive ante el rostro de Dios no sólo como amigo, sino como Hijo, en la más íntima unidad con el Padre
Joseph Ratzinger - Benedicto XVI .......................................................................................................... 11
“Y el Verbo se hizo carne”
Él vino como niño para quebrar nuestra soberbia
Joseph Ratzinger................................................................................................................................15
“Toda lengua proclame: Jesucristo es el Señor”
En esta noticia que nació con la Pascua estaba encerrada ya, como en una semilla,
toda la fuerza de la predicación evangélica
Raniero Cantalamessa ........................................................................................................................ 19
Jesús de Nazaret, centro de la historia
El significado único de Jesucristo deriva de que nos ha introducido en su relación con Dios
Gerhard Ludwig Müller ....................................................................................................................... 25
Jesucristo, Hijo de Dios y verdadero hombre
La verdadera humanidad de Cristo no es el velo de su verdadera divinidad, sino su revelación
Karl-Heinz Menke .............................................................................................................................. 27
“Buscar lo de arriba”
No seguimos al muerto sino al Viviente
Joseph Ratzinger............................................................................................................................... 35
La eucaristía, celebración de la comunión de vida con Jesucristo
En la eucaristía, Jesús sale al encuentro de cada creyente,
igual que durante su vida terrena salía al encuentro de sus discípulos
Gerhard Ludwig Müller ....................................................................................................................... 39
“No mi voluntad, sino la tuya”
Se reza como se vive, pero se vive como se ama
Jean Corbon ..................................................................................................................................... 42
“Tengo sed de ti”
Toda tu vida he estado deseando tu amor
Beata Teresa de Calcuta ..................................................................................................................... 45
14/11/2011
“¿Quién decís que soy yo?”
José Luis Martín Descalzo
Pienso que el hombre que no ha respondido a esta pregunta
puede estar seguro de que aún no ha comenzado a vivir
“¿Quién decís que soy yo?” Hace dos mil años un hombre formuló esta pregunta a un
grupo de amigos (Evangelio de San Marcos 8, 27). Y la historia no ha terminado aún de res-
ponderla. El que preguntaba era simplemente un aldeano que hablaba a un grupo de pesca-
dores. Nada hacía sospechar que se tratara de alguien importante. Vestía pobremente. Él y
los que le rodeaban eran gente sin cultura, sin lo que el mundo llama “cultura”. No poseían
títulos ni apoyos. No tenían dinero ni posibilidades de adquirirlo. No contaban con armas ni
con poder alguno. Eran todos ellos jóvenes, poco más que unos muchachos, y dos de ellos
—uno precisamente el que hacía la pregunta— morirían antes de dos años con las más vio-
lentas de las muertes. Todos los demás acabarían, no mucho después, en la cruz o bajo la
espada. Eran, ya desde el principio y lo serían siempre, odiados por los poderosos. Pero
tampoco los pobres terminaban de entender lo que aquel hombre y sus doce amigos predi-
caban. Era, efectivamente, un incomprendido.
Los violentos le encontraban débil y manso. Los custodios del orden le juzgaban, en
cambio, violento y peligroso. Los cultos le despreciaban y le temían. Los poderosos se reían
de su locura. Había dedicado toda su vida a Dios, pero los ministros oficiales de la religión de
su pueblo le veían como un blasfemo y un enemigo del cielo. Eran ciertamente muchos los
que le seguían por los caminos cuando predicaba, pero a la mayor parte les interesaban más
los gestos asombrosos que hacía o el pan que les repartía que todas las palabras que salían
de sus labios. De hecho todos le abandonaron cuando sobre su cabeza rugió la tormenta de
la persecución de los poderosos y sólo su madre y tres o cuatro amigos más le acompañaron
en su agonía.
La tarde de aquel viernes, cuando la losa de un sepulcro prestado se cerró sobre su
cuerpo, nadie habría dado un céntimo por su memoria, nadie habría podido sospechar que
su recuerdo perduraría en algún sitio, fuera del corazón de aquella pobre mujer —su ma-
dre— que probablemente se hundiría en el silencio del olvido, de la noche y de la soledad.
Y... sin embargo, veinte siglos después, la historia sigue girando en torno a aquel hom-
bre. Los historiadores —aún los más opuestos a él— siguen diciendo que tal hecho o tal ba-
talla ocurrió tantos o cuantos años antes o después de él. Media humanidad, cuando se pre-
gunta por sus creencias, sigue usando su nombre para denominarse. Dos mil años después
de su vida y muerte, se siguen escribiendo cada año más de mil volúmenes sobre su persona
y doctrina. Su historia ha servido como inspiración para, al menos, la mitad de todo el arte
que ha producido el mundo desde que él vino a la tierra. Y, cada año, decenas de miles de
hombres y mujeres dejan todo —sus familias, sus costumbres, tal vez hasta su patria— para
seguirle enteramente, como aquellos doce primeros amigos.
¿Quién, quién es este hombre por quien tantos han muerto, a quien tantos han amado
hasta la locura y en cuyo nombre se han hecho también —¡ay!— tantas violencias? Desde
hace dos mil años, su nombre ha estado en boca de millones de agonizantes, como una es-
peranza, y de millares de mártires, como un orgullo. ¡Cuántos han sido encarcelados y ator-
mentados, cuántos han muerto sólo por proclamarse seguidores suyos! Y también —¡ay!—
¡cuántos han sido obligados a creer en él con riesgo de sus vidas, cuantos tiranos han levan-
tado su nombre como una bandera para justificar sus intereses o sus dogmas personales! Su
3
doctrina, paradójicamente, inflamó el corazón de los santos y las hogueras de la Inquisición.
Discípulos suyos se han llamado los misioneros que cruzaron el mundo sólo para anunciar su
nombre y discípulos suyos nos atrevemos a llamarnos quienes —¡por fin!— hemos sabido
compaginar su amor con el dinero.
¿Quién es, pues, este personaje que parece llamar a la entrega total o al odio frontal, es-
te personaje que cruza de medio a medio la historia como una espada ardiente y cuyo nom-
bre —o cuya falsificación— produce frutos tan opuestos de amor o de sangre, de locura
magnífica o de vulgaridad? ¿Quién es y qué hemos hecho de él, cómo hemos usado o traicio-
nado su voz, qué jugo misterioso o maldito hemos sacado de sus palabras? ¿Es fuego o es
opio? ¿Es bálsamo que cura, espada que hiere o morfina que adormila? ¿Quién es? ¿Quién es?
Pienso que el hombre que no ha respondido a esta pregunta puede estar seguro de que aún
no ha comenzado a vivir. Gandhi escribió una vez: “Yo digo a los hindúes que su vida será
imperfecta si no estudian respetuosamente la vida de Jesús”. ¿Y qué pensar entonces de los
cristianos —¿cuántos, Dios mío?— que todo lo desconocen de él, que dicen amarle, pero
jamás le han conocido personalmente?
Y es una pregunta que urge contestar porque, si él es lo que dijo de sí mismo, si él es lo
que dicen de él sus discípulos, ser hombre es algo muy distinto de lo que nos imaginamos,
mucho más importante de lo que creemos. Porque si Dios ha sido hombre, se ha hecho
hombre, gira toda la condición humana. Si, en cambio, él hubiera sido un embaucador o un
loco, media humanidad estaría perdiendo la mitad de sus vidas.
Conocerle no es una curiosidad. Es mucho más que un fenómeno de la cultura. Es algo
que pone en juego nuestra existencia. Porque con Jesús no ocurre como con otros persona-
jes de la historia. Que César pasara el Rubicón o no lo pasara, es un hecho que puede ser
verdad o mentira, pero que en nada cambia el sentido de mi vida. Que Carlos V fuera empe-
rador de Alemania o de Rusia, nada tiene que ver con mi salvación como hombre. Que Napo-
león muriera derrotado en Elba o que llegara siendo emperador al final de sus días no mo-
verá hoy a un solo ser humano a dejar su casa, su comodidad y su amor y marcharse a hablar
de él a una aldehuela del corazón de África.
Pero Jesús no, Jesús exige respuestas absolutas. Él asegura que, creyendo en él, el
hombre salva su vida e, ignorándole, la pierde. Este hombre se presenta como el camino, la
verdad y la vida (Juan 14, 6). Por tanto —si esto es verdad— nuestro camino, nuestra vida,
cambian según sea nuestra respuesta a la pregunta sobre su persona. ¿Y cómo responder sin
conocerle, sin haberse acercado a su historia, sin contemplar los entresijos de su alma, sin
haber leído y releído sus palabras?
Vida y misterio de Jesús de Nazaret, Sígueme, Madrid 1989, pp. 9-11.
4
Una pretensión inimaginable
Luigi Giussani
Lo único que queda por hacer es preguntarse: ¿ha sucedido o no?
Hemos visto en el capítulo anterior1 que, en el noble esfuerzo racional, moral y estético
que expresan, todas las religiones son «verdaderas» y que el hombre, inducido por las exi-
gencias de su humanidad, tiene que realizar este esfuerzo y tener por tanto una religión.
Después hemos visto que la exigencia de una revelación se halla en la raíz de sus intentos
y que esto vale para las más diversas experiencias religiosas.
En la libertad y pluralidad de formas de todos estos intentos y mensajes, si hay un delito
que una religión puede cometer es el de decir «yo soy la religión, el único camino».
Es exactamente lo que pretende el cristianismo. Sería delito en cuanto que resultaría una
imposición moral de la propia expresión a los demás.
En consecuencia, no es injusto sentir repugnancia ante tal afirmación; lo injusto sería no
preguntarse el porqué de dicha afirmación, el motivo de esta gran pretensión.
EL ENIGMA COMO HECHO EN LA TRAYECTORIA HUMANA
Pretender una revelación es lo que resume la situación del espíritu humano al concebir y
establecer su relación con lo divino, según una alternativa que expresa el siguiente esquema.
X
La línea horizontal representa la trayectoria de la historia humana sobre la que se cierne
la presencia de una X: destino, hado, quid último, misterio, «Dios».
En cada momento de su trayectoria histórica, la humanidad ha intentado, teórica o prácti-
camente, entender la relación que existía entre su propia realidad contingente, el punto efí-
mero que representa, y su sentido último; ha intentado imaginar y vivir un vínculo entre lo
efímero que le es propio y lo eterno. Supongamos ahora que el enigma de la X, la presencia
enigmática que se cierne sobre el horizonte, sin la cual la razón no podría ser razón, puesto
que es la afirmación del significado último, penetrara en el tejido de la historia, entrase en el
flujo del tiempo y del espacio y, con una fuerza expresiva inimaginable, se encarnase en un
«Hecho» entre nosotros. Pero, en esta hipótesis, ¿qué significa «encarnarse»? Significa supo-
ner que esa X misteriosa se haya convertido en un fenómeno, un hecho normal registrable
en la trayectoria histórica y que actúa sobre ella.
Esta suposición correspondería a la exigencia de la revelación. Sería irracional excluir la
posibilidad de que el misterio que hace las cosas llegue a implicarse en la trayectoria históri-
ca, comprometiéndose directa y personalmente con el hombre; ya hemos visto cómo por
nuestra naturaleza no podemos poner límites al misterio.
1
Cf. Luigi Giussani, Curso básico de cristianismo, 2: Los orígenes de la pretensión cristiana, nueva edición revisada y anotada,
Ed. Encuentro, Madrid 2001, caps. I y II.
5
Por tanto, dada la posibilidad del hecho y la racionalidad de la hipótesis, ¿qué nos queda
por hacer ante ella? Lo único que queda por hacer es preguntarse: ¿ha sucedido o no?
Si hubiese sucedido, este camino sería el único, no porque los demás fueran falsos, sino
porque lo habría trazado Dios; históricamente el misterio se habría presentado como un
hecho al que nadie, seria y realmente puesto ante él, podría sustraerse sin renegar de su
mismo camino. Al aceptar y recorrer este camino trazado por Dios, el hombre podrá darse
cuenta de que, en comparación con los demás, éste se muestra más humano como síntesis,
más completo en la valoración de los factores en juego. Siguiendo este camino excepcional,
yo, a priori, tendría que entender también mejor los demás caminos a medida que los fuera
conociendo; adquiriría así la capacidad de captar todo lo que de bueno tienen también las
otras vías, y sería una experiencia valorizadora, amplia, abierta, repleta de magnanimidad. Se
trataría de una experiencia capaz de abrazar la totalidad de los valores, «católica», en su sen-
tido etimológico: entera, universal. Dice un documento del Concilio Vaticano II:
La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo. Con-
sidera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque
discrepan en muchos puntos de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un deste-
llo de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres... Por consiguiente exhorta a sus hijos a
que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y la colaboración con los adeptos de otras
religiones, dando testimonio de la fe y la vida cristianas, reconozcan, guarden y promuevan
aquellos bienes espirituales y morales así como los valores socioculturales que en ellos exis-
ten2.
La hipótesis de que el misterio que se cierne más allá del horizonte de cualquier paso
humano haya roto la línea de lo arcano y haya penetrado en el camino de esos pasos, nos
coloca ante un cambio radical que diferencia esta modalidad «religiosa» de cualquier otro
intento del hombre de relacionarse con lo ignoto. Pero tomar seriamente en consideración
que esta hipótesis sea verdadera no puede eliminar nada de una atenta capacidad de simpa-
tía hacia toda búsqueda humana.
UN CAMBIO RADICAL DE MÉTODO RELIGIOSO
En la hipótesis de que el misterio haya penetrado en la existencia del hombre hablándole
en términos humanos, la relación hombre-destino ya no se basará en el esfuerzo humano,
entendido como construcción e imaginación, como estudio dirigido a una cosa lejana,
enigmática, como tensión de espera hacia algo ausente. Será, en cambio, dar con alguien
presente. Si Dios hubiese manifestado en la historia humana una voluntad particular, hubie-
se marcado un camino para alcanzarle, el problema central religioso ya no sería el intento,
en todo caso expresivo de la gran dignidad del hombre, de «fingirse» a Dios; todo el proble-
ma se centraría en el puro gesto de la libertad: que acepte o rechace. En esto consiste el
cambio radical. Ya no es central el esfuerzo de una inteligencia y de una voluntad constructi-
va, de una laboriosa fantasía, de una complicada moral, sino la sencillez de un reconocimien-
to; una actitud análoga a la de quien, al ver llegar a un amigo, le identifica entre los demás y
le saluda. La metodología religiosa perdería, en esta hipótesis, todas sus características in-
quietantes de remisión enigmática a algo lejano, y coincidiría con la dinámica de una expe-
riencia, la experiencia de algo presente, la experiencia de un encuentro.
Hay que señalar cómo el primer método favorece al inteligente, al culto, al afortunado, al
poderoso; con el segundo método resulta en cambio favorecido el pobre, el hombre común.
El dar con una persona presente es una evidencia fácil para el niño y para el adulto. En la
2
Concilio Vaticano II, Declaración Nostra Ætate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, 28/10/1965,
n. 2, en Documentos del Concilio Vaticano II, BAC, Madrid 1974.
6
dinámica reveladora de esta hipótesis el principal acento no cae ya sobre la genialidad y la
capacidad de iniciativa, sino sobre la sencillez y el amor. Amor que representa la única y ver-
dadera dependencia del hombre, la afirmación del Otro como consistencia de nosotros
mismos: elección suprema de la libertad.
De todos modos, en semejante hipótesis la afirmación del carácter único del camino que
se deriva de ella ya no sería expresión de una presunción, sino obediencia a un hecho, al
Hecho decisivo del tiempo.
Sólo se puede huir de una manera: negando la posibilidad misma de este Hecho. Este deli-
to contra la suprema categoría de la razón, la categoría de la posibilidad, era lo que estigma-
tizaba el frailecillo de Graham Greene ante el odio creciente del «librepensador», cuando en
El fin de la aventura mostraba la profunda contradicción de éste diciéndole que le parecía
más libre pensamiento admitir todas las posibilidades que descartar alguna.
UNA HIPÓTESIS QUE YA NO ES SÓLO HIPÓTESIS
Hemos visto que esta hipótesis es posible, y que si fuese cierta revolucionaría la metodo-
logía religiosa; ahora debemos reconocer que ha sido y es considerada cierta en la historia
del hombre. El anuncio cristiano dice: «Si, esto ha sucedido».
Imaginemos el mundo como una inmensa llanura, en la que innumerables grupos huma-
nos se afanan bajo la dirección de sus ingenieros y arquitectos, con proyectos de formas dis-
pares, en construir puentes de mil arcos que sirvan de enlace entre la tierra y el cielo, entre
el lugar efímero de su morada y la «estrella» del destino. La llanura está atestada de un sinfín
de obras en las que se desarrolla un febril trabajo. En un determinado momento llega un
hombre, abarca con la mirada todo ese intenso trabajo de construcción y, llegado un punto,
grita: «¡Parad!». Poco a poco, empezando por los que se hallan más cerca, todos van sus-
pendiendo el trabajo y le miran. Él dice: «Sois grandes, y nobles; vuestro esfuerzo es sublime,
pero triste, porque no es posible que consigáis construir el camino que una vuestra tierra
con el misterio último. Abandonad vuestros proyectos, soltad vuestras herramientas; el des-
tino se ha apiadado de vosotros. Seguidme, el puente lo construiré yo; de hecho, yo soy el
destino».
Intentemos imaginar la reacción de toda esa gente ante semejantes afirmaciones. En pri-
mer lugar los arquitectos, los maestros de obra, los mejores oficiales instintivamente se en-
contrarán diciendo a sus obreros: «No detengáis el trabajo; ánimo, volvamos a la obra. ¿No
os dais cuenta de que este hombre es un loco?». «Cierto, está loco», respondería como un
eco la gente. «Se ve que está loco», comentarían reemprendiendo el trabajo según la orden
de sus jefes. Solamente algunos no apartan de él la mirada, están hondamente impresiona-
dos, no obedecen como la masa a sus jefes, se acercan a él y le siguen.
Bien, esta forma fantástica resume lo que ha sucedido en la historia, lo que sucede en la
historia todavía.
Llegados a este punto, ya no nos hallamos ante un problema de orden teórico (filosófico
o moral), sino ante un problema histórico. La primera pregunta a la que debemos respon-
dernos no es: «¿Es razonable o justo lo que dice el anuncio cristiano?», sino «¿Es cierto que ha
sucedido o no?», «¿es cierto que Dios ha intervenido?».
Querría indicar, aunque queda implícito en todo lo dicho hasta ahora, la diferencia de
método que requiere afrontar la «nueva» pregunta. Dicha diferencia se puede enunciar así:
mientras que el descubrimiento de la existencia de un quid misterioso, del dios, el hombre
puede y debe lograrlo a través de una percepción analítica de la experiencia que hace de lo
real (y hemos visto cómo la historia puede documentar con creces que es así como se logra
7
normalmente), el problema del que ahora estamos hablando, al ser un hecho histórico, no
puede ser comprobado con la reflexión analítica sobre la estructura de la propia relación con
lo real. Es un hecho acaecido en el tiempo o no: o es o no es, o se ha verificado o no se ha
verificado. O es efectivamente un acontecimiento surgido en la existencia del hombre de-
ntro de la historia, y requiere por lo tanto la constatación de todo suceso, o queda como una
idea. Ante esta hipótesis el método no es otro que el del registro histórico de un hecho obje-
tivo.
La pregunta «¿Es cierto que Dios ha intervenido en la historia?» se ve entonces reducida
sobre todo a referirse a esa pretensión sin parangón posible que constituye el contenido de
un mensaje muy claro; se ve obligada a convertirse en esta otra pregunta: «¿Quién es
Jesús?». El cristianismo surge como respuesta a esta pregunta.
UN PROBLEMA QUE DEBE SER RESUELTO
Dice Dostoyevski en Los hermanos Karamazov:
La fe se reduce a este problema angustioso: un hombre culto, un europeo de nuestros días,
¿puede creer, realmente creer, en la divinidad del hijo de Dios, Jesucristo?
En dicha pregunta se juega hoy la cuestión religiosa; en cualquier caso, para cualquier in-
dividuo a quien alcance esta noticia, el simple hecho de que haya incluso sólo un hombre que
afirme: «Dios se ha hecho hombre» plantea un problema radical e ineliminable para la vida
religiosa de la humanidad.
Dice Kierkegaard en su Diario:
La forma más baja del escándalo, humanamente hablando, es dejar sin solución todo el
problema en torno a Cristo. La verdad es que se ha olvidado por completo el imperativo cris-
tiano: tú debes. Que el cristianismo te haya sido anunciado significa que tú debes tomar una
postura ante Cristo. Él, o el hecho de que Él exista, o el hecho de que haya existido, es la deci-
sión clave de toda la existencia.
Hay ciertas llamadas que, por su radicalidad, cuando un hombre las ha percibido, si actúa
como un hombre, no pueden ser eliminadas, censuradas. El hombre está obligado a decir sí,
o a decir no. El hombre no puede desinteresarse ante el hecho de haberle llegado la noticia
de que un hombre haya declarado: «Yo soy Dios»; tendrá que intentar alcanzar el convenci-
miento de que la noticia es verdadera o que es falsa. Un hombre no puede aceptar pasiva-
mente que se le aleje o distraiga de un problema de este tipo; en este sentido emplea Kier-
kegaard la palabra «escándalo», según su auténtica etimología griega, en la que «scándalon»
significa impedimento. Se impediría a sí mismo ser hombre todo aquél que permitiese que
inmediata o poco a poco se le apartase de la posibilidad de formarse una opinión personal
sobre el problema de Cristo. Como inciso, quisiera resaltar que podemos estar convencidos
de que vivimos como cristianos, formando parte de lo que llamaría la «tropa cristiana», sin
que este problema haya sido realmente resuelto por la propia persona, sin que ésta haya
sido liberada de ese impedimento.
Un hecho tiene algo de inevitable. En la medida en que el hecho tiene un contenido im-
portante, eludirlo, con la persistente e irracional distracción de la que el hombre es paradóji-
camente capaz, deforma gravemente la personalidad humana. Si uno estuviese conduciendo
un pequeño camión a lo largo de una carretera de dos metros de anchura y de repente en-
contrara el camino bloqueado por un desprendimiento no podría seguir adelante, tendría
que detenerse a resolver la situación. El conductor se hallaría ante lo que Kierkegaard llama-
ba en el fragmento citado un «debe», un imperativo, un problema que es necesario resolver.
8
Pues bien, el imperativo cristiano consiste en que el contenido de su mensaje se plantea
como hecho. Nunca se subrayará suficientemente esto. Una insidiosa deslealtad cultural ha
hecho posible, en parte por la ambigüedad y la fragilidad de los cristianos, la difusión de una
vaga idea del cristianismo como discurso, doctrina y, por consiguiente, incluso fábula o mo-
raleja. No; es ante todo un hecho, un hombre que ha entrado en la categoría de los hombres.
Sin embargo, el imperativo también afecta a otra flexión del hecho: la llegada de ese
hombre constituye una noticia transmitida hasta hoy; hasta hoy ese evento ha sido procla-
mado, anunciado, como el evento de una Presencia. El que un hombre haya dicho: «Yo soy
Dios» y que esto sea relatado como un hecho presente es algo que requiere avasalladora-
mente una toma de posición personal. Se puede sonreír al respecto, se puede decidir no
hacer caso; significaría con todo que se ha querido resolver el problema negativamente, que
no se ha querido tomar nota del hecho de que nos hallamos ante una propuesta cuyos
términos son de tal magnitud que ninguna imaginación humana podrá esbozar jamás algo
más grande.
He aquí por qué tan a menudo la sociedad no quiere saber nada de este anuncio, por qué
quiere confinarlo en las iglesias, en las conciencias. Lo que molesta es precisamente percibir
las enormes proporciones de los términos del problema: constatar o no constatar que Él
haya o no existido, o mejor, que Él exista o que haya existido es la mayor decisión de la exis-
tencia. Ninguna otra opción que la sociedad pueda proponer o el hombre imaginar como
importante tiene este valor. Y esto suena a imposición; afirmar el contenido cristiano parece
despotismo. Pero ¿es despotismo dar noticia de algo acaecido, por muy grande que pueda
ser?
UN PROBLEMA DE HECHO
Es necesario tener bien presente que el problema se refiere a una cuestión de hecho. Re-
sulta amargo, desde el punto de vista de la razón, que todo se date a partir del nacimiento
de Cristo y que muchos nunca se hayan preguntado en qué consiste históricamente el pro-
blema de Cristo. No es un problema de pareceres, de gustos, ni tampoco se trata de un pro-
blema de análisis del ánimo religioso. Una indagación sobre el sentido religioso no lleva a
entender si el cristianismo nos transmite una noticia verdadera o falsa. Ya he enunciado esta
posición en el primer volumen de este curso 3: el método lo impone el objeto, no lo fija el
sujeto. El sentido religioso es un fenómeno de la persona; por eso ya hemos aclarado cómo
el método para abordarlo —y esta aproximación es algo que se ha de renovar siempre— es
reflexionar sobre nosotros mismos. Sin embargo, el que Cristo haya dicho o no que es Dios,
el que sea o no sea Dios, y el que todavía hoy llegue o no llegue a nosotros, es un problema
histórico; por eso el método para resolverlo ha de ser el que le corresponde, y el que corres-
ponde a la gravedad del problema.
Respecto a esto quisiera hacer un breve inciso. A veces se oyen expresiones de este tipo:
«Los cristianos tienen a Cristo, así como los budistas tienen a Buda o los musulmanes tienen
a Mahoma». Es evidente que frases de este tipo son fruto de la ignorancia. Sin embargo es
necesario caer en la cuenta, aunque sea brevemente, de ello.
El anuncio cristiano es que un hombre que comía, caminaba, que llevaba a cabo normal-
mente su existencia humana, ha dicho: «Yo soy vuestro destino», «Yo soy Aquel de quien
todo el Cosmos está hecho». Objetivamente, es el único caso de la historia en que un hom-
bre se ha, no ya «divinizado» genéricamente, sino identificado sustancialmente con Dios.
3
Luigi Giussani, Curso básico de cristianismo, 1: El sentido religioso, nueva edición revisada y anotada, Ed. Encuentro, Madrid
1998, pp. 18-20.
9
Desde el punto de vista de la historia del sentimiento religioso de la humanidad debe obser-
varse que, cuanto mayor ha sido la genialidad religiosa de un hombre, más ha percibido y
experimentado su distancia de Dios, la supremacía de Dios, la desproporción entre Dios y el
ser humano. La experiencia religiosa es precisamente la vivencia de la conciencia de la pe-
queñez del hombre, de la inconmensurabilidad del misterio. Se cuenta que san Francisco fue
sorprendido en los bosques de la Verna, a gatas, con el rostro hundido en los matorrales
mientras repetía: «¿Quién eres tú? ¿Quién soy yo?», estableciendo de esa manera la diferen-
cia abismal entre los dos polos, el hombre y Dios, que crean la fascinación del sentimiento
religioso. Cuanto más profundo es este sentimiento, cuanto más se asemeja al rayo que esta-
lla poderoso, luminoso y abrasador, tanto más siente el hombre la diferencia de potencial
entre los dos polos. Cuanto más genio religioso tiene un hombre, menos tentación siente de
identificarse con lo divino. El hombre puede, efectivamente, actuar «fingiéndose» dios, pero
teóricamente es imposible concebir tal identificación. Estructuralmente, el hombre no puede
identificar su evidente parcialidad con el todo, excepto en el caso de una clamorosa y mani-
fiesta patología. El dinamismo normal de la inteligencia está incapacitado para esta tenta-
ción, porque una tentación, para subsistir, debe tener como punto de partida cierta verosi-
militud, una apariencia de posibilidad. Y que el hombre realmente se conciba Dios carece de
verosimilitud, de toda apariencia de posibilidad.
Curso básico de cristianismo, 2: Los orígenes de la pretensión cristiana, Ed. Encuentro, Madrid 2001, pp. 36-45.
10
Una primera mirada al misterio de Jesús
Joseph Ratzinger – Benedicto XVI
Jesús vive ante el rostro de Dios no sólo como amigo,
sino como Hijo, en la más íntima unidad con el Padre
En el Libro del Deuteronomio se encuentra una promesa muy diferente de la esperanza
mesiánica de otros libros del Antiguo Testamento, pero que tiene una importancia decisiva
para entender la figura de Jesús. No se promete un rey de Israel y del mundo, un nuevo Da-
vid, sino un nuevo Moisés; pero a Moisés mismo se le considera un profeta. En contraste con
el mundo de las religiones del entorno, la calificación de «profeta» entraña aquí algo peculiar
y diverso que, como tal, sólo existe en Israel. Esta novedad y diferencia se deriva de la singu-
laridad de la fe en Dios que le fue concedida al pueblo de Israel. En todos los tiempos, el
hombre no se ha preguntado sólo por su proveniencia originaria; más que la oscuridad de su
origen, al hombre le preocupa lo impenetrable del futuro hacia el que se encamina. Quiere
rasgar el velo que lo cubre; quiere saber qué pasará, para poder evitar las desventuras e ir al
encuentro de la salvación.
También las religiones se preocupan no sólo de responder a la pregunta sobre el origen;
todas ellas intentan desvelar de algún modo el futuro. Son importantes precisamente por-
que proponen un saber sobre lo venidero y pueden mostrar así al hombre el camino que
debe tomar para no fracasar. Por ello, prácticamente todas las religiones han desarrollado
formas de predecir el futuro.
El Libro del Deuteronomio, en el texto al que aludimos, recuerda las diversas formas de
«apertura» del futuro que se practicaban en el entorno de Israel: «Cuando entres en la tierra
que va a darte el Señor tu Dios, no imites las abominaciones de esos pueblos. No haya entre
los tuyos quien queme a sus hijos o hijas, ni vaticinadores, ni astrólogos, ni agoreros, ni
hechiceros, ni encantadores, ni espiritistas, ni adivinos, ni nigromantes. Porque el que practi-
ca eso es abominable para el Señor.» (18, 9-12).
Lo difícil que resultaba aceptar una tal renuncia, lo difícil que era soportarla, se observa en
la historia del final de Saúl. Él mismo había intentado imponer esta prohibición y acabar con
toda forma de magia, pero ante la inminente y peligrosa batalla contra los filisteos, le resul-
taba insoportable el silencio de Dios y cabalga hasta Endor para pedir a una nigromante que
invocara al espíritu de Samuel para que le mostrara el futuro: si el Señor no habla, otro debe
rasgar el velo del mañana... (cf. 1S 28).
***
El capítulo 18 del Deuteronomio, que califica todas estas formas de apoderarse del futuro
como «abominaciones» a los ojos de Dios, contrapone a estas artes adivinatorias el otro ca-
mino de Israel —el camino de la fe—, y lo hace en forma de una promesa: «El Señor, tu Dios,
te suscitará un profeta como yo de entre tus hermanos. A él le escucharéis» (18, 15). En prin-
cipio parece que esto es sólo el anuncio de la institución profética en Israel y que con ello se
confía al profeta la interpretación del presente y el futuro. Pero la crítica a los falsos profetas
que aparece reiteradamente con gran dureza en los libros proféticos señala el peligro de que
asuman en la práctica el papel de adivinos, de que se comporten y se les pregunte como a
ellos. De este modo, Israel volvería a caer exactamente en la situación que los profetas ten-
ían el cometido de evitar.
11
***
La conclusión del Libro del Deuteronomio vuelve otra vez sobre la promesa y le da un giro
sorprendente que va mucho más allá de la institución profética y que otorga a la figura del
profeta su verdadero sentido. Allí se dice: «Pero no surgió en Israel otro profeta como
Moisés, con quien el Señor trataba cara a cara.» (34, 10). Sobre esta conclusión del quinto
libro de Moisés se cierne una singular melancolía: la promesa de «un profeta como yo» no se
ha cumplido todavía. Y entonces se ve claro que con esas palabras no se hacía referencia
sólo a la institución profética, que ya existía, sino a algo distinto y de mayor alcance: eran el
anuncio de un nuevo Moisés. Se había comprobado que la llegada a Palestina no había coin-
cidido con el ingreso en la salvación, que Israel todavía esperaba su verdadera liberación,
que era necesario un éxodo más radical y que para ello se necesitaba un nuevo Moisés.
Se dice también lo que caracterizaba a ese Moisés, lo peculiar y esencial de esa figura: él
había tratado con el Señor «cara a cara»; había hablado con el Señor como el amigo con el
amigo (cf. Ex 33, 11). Lo decisivo de la figura de Moisés no son todos los hechos prodigiosos
que se cuentan de él, ni tampoco todo lo que ha hecho o las penalidades sufridas en el cami-
no desde la «condición de esclavitud» en Egipto, a través del desierto, hasta las puertas de la
tierra prometida. El punto decisivo es que ha hablado con Dios como con un amigo: sólo de
ahí podían provenir sus obras, sólo de esto podía proceder la Ley que debía mostrar a Israel
el camino a través de la historia.
Y se ve finalmente muy claro que el profeta no es la variante israelita del adivino, como de
hecho muchos lo consideraban hasta entonces y como se consideraron a sí mismos muchos
presuntos profetas. Su significado es completamente diverso: no tiene el cometido de anun-
ciar los acontecimientos de mañana o pasado mañana, poniéndose así al servicio de la curio-
sidad o de la necesidad de seguridad de los hombres. Nos muestra el rostro de Dios y, con
ello, el camino que debemos tomar. El futuro de que se trata en sus indicaciones va mucho
más allá de lo que se intenta conocer a través de los adivinos. Es la indicación del camino que
lleva al auténtico «éxodo», que consiste en que en todos los avatares de la historia hay que
buscar y encontrar el camino que lleva a Dios como la verdadera orientación. En este senti-
do, la profecía está en total correspondencia con la fe de Israel en un solo Dios, es su trans-
formación en la vida concreta de una comunidad ante Dios y en camino hacia Él.
***
«No surgió en Israel otro profeta como Moisés...». Esta afirmación da un giro escatológico
a la promesa de que «el Señor, tu Dios, te suscitará... un profeta como yo». Israel puede es-
perar en un nuevo Moisés, que todavía no ha aparecido, pero que surgirá en el momento
oportuno. Y la verdadera característica de este «profeta» será que tratará a Dios cara a cara
como un amigo habla con el amigo. Su rasgo distintivo es el acceso inmediato a Dios, de mo-
do que puede transmitir la voluntad y la palabra de Dios de primera mano, sin falsearla. Y
esto es lo que salva, lo que Israel y la humanidad están esperando.
Pero en este punto debemos recordar otra historia digna de mención sobre la relación de
Moisés con Dios que se relata en el Libro del Éxodo. Allí se nos narra la petición que Moisés
hace a Dios: «Déjame ver tu gloria» (Ex 33, 18). La petición no es atendida: «Mi rostro no lo
puedes ver» (33, 20). A Moisés se le pone en un lugar cercano a Dios, en la hendidura de una
roca, sobre la que pasará Dios con su gloria. Mientras pasa Dios le cubre con su mano y sólo
al final la retira: «Podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás» (33, 23).
Este misterioso texto ha desempeñado un papel fundamental en la historia de la mística
judía y cristiana; a partir de él se intentó establecer hasta qué punto puede llegar el contacto
12
con Dios en esta vida y dónde se sitúan los límites de la visión mística. En la cuestión que nos
ocupa queda claro que el acceso inmediato de Moisés a Dios, que le convierte en el gran
mediador de la revelación, en el mediador de la Alianza, tiene sus límites. No puede ver el
rostro de Dios, aunque se le permite entrar en la nube de su cercanía y hablar con Él como
con un amigo. Así, la promesa de «un profeta como yo» lleva en sí una expectativa mayor
todavía no explícita: al último profeta, al nuevo Moisés, se le otorgará el don que se niega al
primero: ver real e inmediatamente el rostro de Dios y, por ello, poder hablar basándose en
que lo ve plenamente y no sólo después de haberlo visto de espaldas. Este hecho se relacio-
na de por sí con la expectativa de que el nuevo Moisés será el mediador de una Alianza supe-
rior a la que Moisés podía traer del Sinaí (cf. Hb 9, 11-24).
***
En este contexto hay que leer el final del Prólogo del Evangelio de Juan: «A Dios nadie lo
ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer»
(1,18). En Jesús se cumple la promesa del nuevo profeta. En Él se ha hecho plenamente reali-
dad lo que en Moisés era sólo imperfecto: Él vive ante el rostro de Dios no sólo como amigo,
sino como Hijo; vive en la más íntima unidad con el Padre.
Sólo partiendo de esta afirmación se puede entender verdaderamente la figura de Jesús,
tal como se nos muestra en el Nuevo Testamento; en ella se fundamenta todo lo que se nos
dice sobre las palabras, las obras, los sufrimientos y la gloria de Jesús. Si se prescinde de este
auténtico baricentro, no se percibe lo específico de la figura de Jesús, que se hace entonces
contradictoria y, en última instancia, incomprensible. La pregunta que debe plantearse todo
lector del Nuevo Testamento sobre la procedencia de la doctrina de Jesús, sobre la clave
para explicar su comportamiento, sólo puede responderse a partir de este punto. La reac-
ción de sus oyentes fue clara: esa doctrina no procede de ninguna escuela; es radicalmente
diferente a lo que se puede aprender en las escuelas. No se trata de una explicación según el
método interpretativo transmitido. Es diferente: es una explicación «con autoridad». Al re-
flexionar sobre las palabras de Jesús tendremos que volver sobre este diagnóstico de sus
oyentes y profundizar más en su significado.
La doctrina de Jesús no procede de enseñanzas humanas, sean del tipo que sean, sino del
contacto inmediato con el Padre, del diálogo «cara a cara», de la visión de Aquel que descan-
sa «en el seno del Padre». Es la palabra del Hijo. Sin este fundamento interior sería una teme-
ridad. Así la consideraron los eruditos de los tiempos de Jesús, precisamente porque no qui-
sieron aceptar este fundamento interior: el ver y conocer cara a cara.
***
Para entender a Jesús resultan fundamentales las repetidas indicaciones de que se retira-
ba «al monte» y allí oraba noches enteras, «a solas» con el Padre. Estas breves anotaciones
descorren un poco el velo del misterio, nos permiten asomarnos a la existencia filial de
Jesús, entrever el origen último de sus acciones, de sus enseñanzas y de su sufrimiento. Este
«orar» de Jesús es la conversación del Hijo con el Padre, en la que están implicadas la con-
ciencia y la voluntad humanas, el alma humana de Jesús, de forma que la «oración» del hom-
bre pueda llegar a ser una participación en la comunión del Hijo con el Padre.
La famosa tesis de Adolf von Harnack, según la cual el anuncio de Jesús sería un anuncio
del Padre, del que el Hijo no formaría parte —y por tanto la cristología no pertenecería al
anuncio de Jesús—, es una tesis que se desmiente por sí sola. Jesús puede hablar del Padre
como lo hace sólo porque es el Hijo y está en comunión filial con Él. La dimensión cristológi-
ca, esto es, el misterio del Hijo como revelador del Padre, la «cristología», está presente en
13
todas las palabras y obras de Jesús. Aquí resalta otro punto importante: hemos dicho que la
comunión de Jesús con el Padre comprende el alma humana de Jesús en el acto de la ora-
ción. Quien ve a Jesús, ve al Padre (cf. Jn 14,9). De este modo, el discípulo que camina con
Jesús se verá implicado con Él en la comunión con Dios. Y esto es lo que realmente salva: el
trascender los límites del ser humano, algo para lo cual está ya predispuesto desde la crea-
ción, como esperanza y posibilidad, por su semejanza con Dios.
Jesús de Nazaret, I: Desde el Bautismo hasta la Transfiguración, La Esfera de los Libros, Madrid 2007, pp. 23-30.
14
“Y el Verbo se hizo carne” *
Joseph Ratzinger
Él vino como niño para quebrar nuestra soberbia
Prólogo del Evangelio según san Juan (Capítulo 1)
1
Al principio existía el Verbo,
y el Verbo estaba junto a Dios,
y el Verbo era Dios.
2
Este estaba en el principio junto a Dios.
3
Por medio de él se hizo todo,
y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.
4
En él estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres.
5
Y la luz brilla en la tiniebla,
y la tiniebla no lo recibió.
6
Surgió un hombre enviado por Dios,
que se llamaba Juan:
7
este venía como testigo,
para dar testimonio de la luz,
para que todos creyeran por medio de él.
8
No era él la luz,
sino el que daba testimonio de la luz.
9
El Verbo era la luz verdadera,
que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
10
En el mundo estaba;
el mundo se hizo por medio de él,
y el mundo no lo conoció.
11
Vino a su casa,
y los suyos no lo recibieron.
12
Pero a cuantos lo recibieron,
les dio poder de ser hijos de Dios,
a los que creen en su nombre.
13
Estos no han nacido de sangre,
ni de deseo de carne,
ni de deseo de varón,
sino que han nacido de Dios.
14
Y el Verbo se hizo carne
y habitó entre nosotros,
y hemos contemplado su gloria:
gloria como del Unigénito del Padre,
lleno de gracia y de verdad.
15
Juan da testimonio de él y grita diciendo:
«Este es de quien dije:
El que viene detrás de mí
se ha puesto delante de mí,
porque existía antes que yo».
16
Pues de su plenitud todos hemos recibido,
gracia tras gracia.
17
Porque la Ley se dio por medio de Moisés,
la gracia y la verdad nos han llegado
por medio de Jesucristo.
18
A Dios nadie lo ha visto jamás:
Dios unigénito, que está en el seno del Padre,
es quien lo ha dado a conocer.
En el Evangelio de la tercera misa de Navidad (Jn 1,1-18), lo amable y familiar del nacimien-
to de Jesucristo en el establo de Belén parece ser arrebatado hacia la extraña magnitud del
misterio. No se habla aquí del Niño y de su madre, como tampoco de los pastores y de sus
ovejas ni del cántico de los ángeles que anuncia a los hombres la paz que proviene de la glo-
ria de Dios.
Y sin embargo, hay cosas en común con los otros relatos: también este Evangelio habla
de la luz que brilla en la tiniebla, habla de la gloria de Dios, que podemos contemplar en el
Verbo hecho carne como gracia, y habla del Señor que no fue recibido por los suyos.
Así, a través de esas palabras misteriosamente magnas se hace visible de pronto el esta-
blo en el que debía nacer el Hijo de David porque no había lugar para él en la ciudad.
*
En este artículo se ha modificado la traducción de las citas bíblicas, adoptando la versión oficial de la Conferencia Episco-
pal Española de 2010.
15
Del mismo modo, una escucha más atenta y honda puede reconocer por cierto que el
Evangelio del día no dice otra cosa que el de la Nochebuena, y que todos los evangelistas no
anuncian sino un único evangelio. Sólo que parten desde distintas perspectivas.
Lucas y, de forma semejante, Mateo narran la historia terrena y abren a partir de ella el
camino hacia el actuar oculto de Dios; Juan, el águila, mira desde el misterio de Dios y mues-
tra cómo ese misterio llega hasta el establo, hasta la carne y la sangre del ser humano. ¿Cuál
es, propiamente, su intención? ¿Qué quiere decirnos la Iglesia para el día de Navidad y, a par-
tir de él, para el año entero, para nuestra vida en general, cuando nos presenta este texto de
solemne austeridad, cuando en realidad esperaríamos que se nos anuncien las cálidas pala-
bras de la historia de la Natividad?
SÍ: MI VIDA TIENE SENTIDO. ¿PUEDE SER ASÍ?
Este Evangelio forma parte de la liturgia de Navidad desde remotísimos tiempos porque
contiene la frase que indica el motivo de nuestra alegría, el contenido propio de la fiesta: «el
Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (1,14).
En Navidad no celebramos el día del nacimiento de un gran hombre cualquiera como los
hay tantos. Tampoco celebramos simplemente el misterio de la infancia.
Cierto, la condición lozana, pura y abierta de un niño es fuente de esperanzas. Nos da
ánimos para contar con nuevas posibilidades del ser humano. Pero si nos aferramos dema-
siado a esto solo, al nuevo comienzo de la vida en el niño, al final podría quedarnos sólo tris-
teza: también esto nuevo perderá su lozanía. También el niño deberá entrar en la pugna de
la competencia de la vida y participar de sus componendas y humillaciones, y al final será
botín de la muerte al igual que todos nosotros.
Si no tuviéramos otra cosa que celebrar más que el idilio del nacimiento y del ser niño, al
final no nos quedaría idilio alguno. Al final sólo nos queda el eterno morir y devenir, y se
puede preguntar si el nacer no es propiamente algo triste, puesto que, al fin y al cabo, no
conduce sino a la muerte. Por eso es tan importante que, aquí, haya sucedido algo más: el
Verbo se hizo carne.
«Este niño es Hijo de Dios», nos dice uno de nuestros antiguos y hermosos cánticos navi-
deños. Aquí ha sucedido lo tremendo, lo inimaginable y, sin embargo, al mismo tiempo lo
siempre esperado, y hasta lo necesario: Dios ha venido a nosotros. Se ha unido al hombre de
forma tan indisoluble que ese hombre es verdaderamente Dios de Dios, Luz de Luz, y sigue
siendo verdadero hombre.
El eterno Sentido del mundo ha llegado a nosotros de forma tan real y verdadera que se
lo puede tocar y mirar (véase 1 Jn 1,1). Pues lo que Juan llama «el Verbo» significa en griego al
mismo tiempo tanto como «el sentido». Por eso podríamos traducir, con toda justeza: «el
Sentido se hizo carne».
Pero este Sentido no es simplemente una idea general que se encuentra escondida den-
tro del mismo mundo. El Sentido se vuelve hacia nosotros. El Sentido es una palabra, una
interpelación que se nos dirige. El Sentido nos conoce, nos llama, nos conduce. El Sentido no
es una ley general en la que desempeñamos algún tipo de papel. Ese Sentido está pensado
de forma totalmente personal para cada uno. Él mismo es persona: es el Hijo del Dios vivo,
que nació en el establo de Belén.
A muchas personas —de alguna manera a todos nosotros—, esto nos parece demasiado
bello para que sea verdad. Se nos dice, en efecto: hay un sentido detrás de todo ello. Y ese
sentido no es una rebelión impotente contra el sinsentido. El Sentido tiene poder. El Sentido
16
es Dios. Y Dios es bueno. Dios no es cierto ser supremo que se encuentra lejos y al que nunca
es posible acercarse. Él está muy cerca, al alcance de nuestra voz, siempre accesible. Dios
tiene tiempo para mí, tanto tiempo que estuvo acostado como hombre en el pesebre y man-
tiene eternamente su condición humana.
Nos preguntamos, una y otra vez: ¿es posible esto? ¿Guarda correspondencia con Dios el
que sea un niño? No queremos creer que la verdad sea hermosa. Según nuestra experiencia, la
verdad es a fin de cuentas casi siempre cruel y sucia: y cuando alguna vez parece no serlo,
cavilamos tanto y le damos tantas vueltas que, al final, seguimos teniendo razón con nuestro
recelo.
Del arte se afirmó una vez que sirve a lo bello y que lo bello, a su vez, es splendor veritatis,
el esplendor de la verdad, su luminosidad interior. Hoy en día, sin embargo, en la mayoría de
los casos el arte ve su tarea suprema en desenmascarar al hombre como un ser sucio y as-
queroso.
Si pensamos en los dramas de Bertolt Brecht, encontramos que, también en su caso, toda
la genialidad del poeta está dirigida al desvelamiento de la verdad, pero no ya para mostrar
su esplendor sino para indicar que la verdad es sucia, que la suciedad es la verdad. El en-
cuentro con la verdad ya no ennoblece sino que denigra. De ahí la burla contra la Navidad, la
ridiculización de nuestra alegría.
Y así es: si Dios no existe, no queda luz alguna sino sólo la sucia tierra. En ello estriba la
verdad realmente trágica de este tipo de «poesía».
DIOS QUERÍA Y QUIERE NUESTRO AMOR
«Los suyos no lo recibieron» (1,11), dice el prólogo de san Juan sobre el Verbo encarnado.
Al final, preferimos nuestra empecinada desesperación a la bondad de Dios que quisiera to-
car nuestro corazón desde Belén. Al final, somos demasiado orgullosos como para dejarnos
redimir.
«Los suyos no lo recibieron»: el abismo de esta frase no se agota en la historia de la
búsqueda de albergue que solemos representar una y otra vez con tanto amor en nuestro
teatro popular navideño. Tampoco se agota con el llamamiento moral a pensar en los sin
techo que pueblan el mundo entero y nuestras propias ciudades, por importante que sea tal
llamamiento. Esa frase toca algo más profundo en nosotros, toca el motivo más íntimo y
hondo por el cual la tierra no ofrece techo a tantos seres humanos: el hecho de que nuestra
soberbia cierra las puertas a Dios y, con ello, también a los hombres.
Somos demasiado soberbios para ver a Dios. Nos pasa como a Herodes y a sus especialis-
tas en teología: en ese nivel ya no se oye cantar a los ángeles. En ese nivel uno se siente
amenazado por Dios o bien se aburre de él. En ese nivel no se quiere ser ya de «los suyos»,
ser «de Dios», propiedad de Dios, sino pertenecerse sólo a uno mismo. Por eso tampoco po-
demos recibir entonces a Aquel que viene a los suyos, a su propiedad: para hacerlo, debe-
ríamos cambiar, reconocerlo como dueño.
Él vino como niño para quebrar nuestra soberbia. Quizá hasta hubiésemos capitulado an-
te el poder, ante la sabiduría. Pero él no quiere nuestra capitulación sino nuestro amor.
Quiere liberarnos de nuestro orgullo y, de ese modo, hacernos verdaderamente libres.
Por eso, dejemos que la alegría de este día penetre en nuestra alma. No es una ilusión. Es
la verdad. Pues la verdad —la última, la verdadera— es hermosa. Y es buena. Encontrarla
hace bueno al hombre. Ella nos habla desde el Niño que es el propio Hijo de Dios.
17
SU GLORIA EN MEDIO DE ESTE MUNDO
Nuestro Evangelio desemboca en la frase «hemos contemplado su gloria...» (1,14). Podría
ser la expresión de los pastores que regresan del establo y resumen así su vivencia. Podría
ser también la expresión con la cual María y José describen su recuerdo de la noche de
Belén. Pero aquí se trata de la mirada retrospectiva del discípulo, que afirma lo que le suce-
dió en el encuentro con Jesús.
Y, en realidad, todos los cristianos deberíamos poder decir la frase: hemos contemplado
su gloria. Más aún, hasta se podría declarar, a partir de allí, en qué consiste creer: contem-
plar su gloria en medio del mundo.
El que cree, ve. Pero ¿hemos visto nosotros? ¿No nos habremos quedado ciegos? ¿No es-
tamos mirándonos siempre a nosotros mismos y a nuestra propia imagen? Cada cual puede
ver fuera de sí mismo sólo aquello con lo que su interior guarda correspondencia.
Dejemos que el misterio de este día nos abra los ojos y nos torne videntes. Entonces vivi-
remos por iniciativa propia como quienes ven, como hombres que no piensan sólo en sí
mismos ni se conocen sólo a sí mismos. La colecta de Adveniat 1 podría ser una pequeña res-
puesta a la llamada de la Navidad, un signo de que escuchamos y hemos aprendido a ver, de
que reconocemos a Dios como el verdadero propietario también de nuestro patrimonio. Así
podríamos convertirnos nosotros mismos en portadores de la luz que proviene de Belén y,
después, rezar, llenos de confianza: Adveniat regnum tuum. Venga a nosotros tu reino. Venga
a nosotros tu luz. Venga a nosotros tu alegría.
La bendición de la Navidad. Meditaciones, Herder, Barcelona 2007, pp. 101-115.
1
Obra episcopal de ayuda de la Iglesia católica en Alemania para la Iglesia de América Latina. La “llamada” de Adveniat a la
que se refiere el autor es la acción anual que se realiza durante el Adviento y que culmina en una colecta nacional.
18
“Toda lengua proclame: Jesucristo es el Señor”
Raniero Cantalamessa
En esta noticia que nació con la Pascua estaba encerrada ya,
como en una semilla, toda la fuerza de la predicación evangélica
El día más santo del año para el pueblo judío —el Yom Kippur, o día de la “Gran expia-
ción” [‫ ,—]יום הכיפורים‬el sumo sacerdote, llevando la sangre de las víctimas, pasaba al otro
lado del velo del templo, entraba en el “Santo de los santos” y allí, solo en presencia del Altí-
simo, pronunciaba el Nombre de Dios. Era el Nombre que se le había revelado a Moisés des-
de la zarza ardiendo, compuesto de cuatro letras [‫יהוה‬‎ , que a nadie le era lícito pronunciar
]
durante el resto del año, sino que se sustituía, al pronunciarlo, con Adonai [ָ‫ ,]יאדֹנ‬que quiere
decir Señor. Ese Nombre —que tampoco yo quiero pronunciar por respeto al deseo del pue-
blo judío, por el que la Iglesia reza el día de Viernes Santo—, proclamado en aquellas circuns-
tancias, establecía una comunicación entre el cielo y la tierra, hacía presente a la misma per-
sona de Dios y expiaba, aunque sólo fuese en figura, los pecados de la nación.
También el pueblo cristiano tiene su Yom Kippur, su día de la Gran expiación, y ese día es
éste que estamos celebrando1. Ese cumplimiento ha sido proclamado, en la segunda lectura
de esta liturgia, con las palabras de la carta a los Hebreos: “Tenemos un sumo sacerdote
grande que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios” (Hb 4,14). Cristo —leemos en esa
misma carta— “ha entrado en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos
cabríos ni de becerros, sino con la suya propia” (Hb 9,12). También en este día, en el que ce-
lebramos, ya no en figura sino en realidad, la Gran expiación, no ya de los pecados de una
sola nación sino “los del mundo entero” (cf 1 Jn 2,2; Rm 3,25), también en este día se pro-
nuncia un Nombre. En la aclamación al Evangelio hemos cantado, hace un momento, estas
palabras del apóstol Pablo: “Cristo se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el Nombre sobre todo nombre”. También el
Apóstol se abstiene de pronunciar ese nombre inefable y lo sustituye por Adonai, que en
griego suena Kyrios [Κύριος], en latín Dominus y en español Señor: “Toda rodilla —prosigue
el texto— se doble y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es el Señor! para gloria de Dios Pa-
dre” (Flp 2,8-11). Pero lo que él quiere expresar con la palabra “Señor” es precisamente
aquel Nombre que proclama el Ser divino. El Padre ha dado a Cristo —incluso como hom-
bre— su mismo Nombre y su mismo poder (cf Mt 28,18); ésta es la verdad inaudita que se
encierra en la proclamación: “¡Jesucristo es el Señor!” Jesucristo es “El que es”, el Viviente
San Pablo no es el único que proclama esta verdad: “Cuando levantéis al Hijo del Hom-
bre —dice Jesús en el evangelio de Juan—, sabréis que Yo Soy” (Jn 1,28 [cf. Ex 3,13 LXX:
“Ἐγώ εἰμι ὁ ὤν”]). Y también: “Si no creéis que Yo Soy, moriréis por vuestros pecados” (Jn
8,24). La remisión de los pecados tiene lugar ahora en este Nombre, en esta Persona. Hace
unos momentos hemos oído, en el relato de la Pasión, lo que ocurrió cuando los soldados se
acercaron a Jesús para prenderlo: “Les dijo: '¿A quién buscáis?' Le contestaron: 'A Jesús el
Nazareno'. Les dijo Jesús: 'Yo Soy'. Al decirles: 'Yo Soy', retrocedieron y cayeron a tierra” (Jn
18,4-6). ¿Por qué retrocedieron y cayeron a tierra? Porque él había pronunciado su Nombre
divino, “Ego eimí [ἐγώ εἰμι] — Yo soy”, y éste quedó libre por un instante para desencadenar
su poder. También para el evangelista Juan, el Nombre divino está íntimamente ligado a la
obediencia de Jesús hasta la muerte: “Cuando levantéis al Hijo del Hombre, sabréis que Yo
Soy y que no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado” (Jn
1
El original es una homilía en la celebración del Viernes Santo.
19
8,28). Jesús no es Señor en contra del Padre, o en lugar del Padre, sino “para gloria de Dios
Padre”.
***
Ésta es la fe que la Iglesia heredó de los apóstoles, que santificó sus orígenes, que mo-
deló su culto e incluso su arte. En la aureola del Cristo Pantocrátor [Παντοκράτωρ] de los mo-
saicos y de los iconos antiguos aparecen inscritas en oro tres letras griegas: “ΟΩΝ [ὁ ὤν] —
El que es”. Nosotros estamos aquí para hacer que esta fe se despierte, si es necesario, inclu-
so de las piedras. En los primeros siglos de la Iglesia, en la semana siguiente al bautismo, que
era la semana de Pascua, tenía lugar la revelación y la entrega a los neófitos de las realidades
cristianas más sagradas, que hasta ese momento se les habían mantenido ocultas o de las
que sólo se hablaba por alusión, de acuerdo a la “disciplina de lo arcano”, entonces en vigor.
Se les introducía, un día tras otro, en el conocimiento de los “misterios” —es decir, del bau-
tismo, de la Eucaristía, del Padre nuestro— y de su simbolismo, y por eso se lo llamaba cate-
quesis “mistagógica”. Era una experiencia única, que dejaba una impresión imborrable para
toda la vida, no tanto por la forma en que ocurría cuanto por la grandeza de las realidades
espirituales que se desplegaban ante sus ojos. Tertuliano dice que los convertidos “se so-
brecogían de asombro ante la luz de la verdad”2.
Actualmente todo esto ya no existe; con el paso del tiempo, las cosas han ido cambiando.
Pero podemos recrear momentos como aquellos. La liturgia aún nos ofrece ocasiones para
hacerlo. Y una de ellas es esta solemne liturgia del Viernes Santo. Esta tarde la Iglesia, si nos
encuentra atentos, tiene algo para “revelarnos” y para “entregarnos”, como si fuéramos
neófitos. Tiene para entregarnos el señorío de Cristo; tiene para revelarnos este secreto que
está escondido para el mundo: que “Jesús es el Señor” y que ante él debe doblarse toda
rodilla. Que, un día, “se doblará” indefectiblemente ante él toda rodilla (cf Is 45,23). De la
palabra —o dabar [‫ —]דָ בָר‬de Dios, se dice en el Antiguo Testamento que “caía sobre Israel”
(cf Is 9,7), que “venía sobre alguien”. Pues bien, esta palabra “Jesús es el Señor”, culmina-
ción de todas las palabras, “cae” sobre nosotros, viene sobre esta asamblea, se hace reali-
dad viviente aquí, en el centro de la Iglesia católica. Pasa como la antorcha ardiendo que
pasó entre las dos mitades de las víctimas que había preparado Abrahán para el sacrificio de
alianza (cf Gn 15,17).
“Señor” es el nombre divino que nos afecta más directamente a nosotros. Dios era
“Dios” y “Padre” antes que existiesen el mundo, los ángeles y los hombres, pero aún no era
“Señor”. Se hace Señor, Dominus, a partir del momento en que existen creaturas sobre las
que ejercer su “dominio” y que aceptan libremente ese dominio. En la Trinidad no hay “se-
ñores” porque no hay servidores, sino que todos son iguales. Somos nosotros, en cierto sen-
tido, los que hacemos que Dios sea el “Señor”. Ese dominio de Dios, que fue rechazado por
el pecado, ha sido restablecido por la obediencia de Cristo, el nuevo Adán. Por Cristo, Dios
ha vuelto a ser Señor por un título más fuerte: por creación y por redención. ¡Dios ha vuelto
a reinar desde la Cruz! —Regnavit a ligno Deus. “Para esto murió y resucitó Cristo: para ser
Señor de vivos y muertos” (Rm 14,9).
***
La fuerza objetiva de la frase “Jesús es el Señor” reside en el hecho de que hace presen-
te la historia. Esa frase es la consecuencia de dos acontecimientos fundamentales: Jesús mu-
rió por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación; por eso, Jesús es el Señor. Los
acontecimientos que la prepararon se han condensado después, por así decirlo, en esa con-
2
TERTULIANO, Apologético, 39, 9.
20
secuencia y ahora se hacen presentes y operantes en ella, cuando la proclamamos con fe: “Si
tus labios profesan que Jesús es el Señor y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre los
muertos, te salvarás” (Rm 10,9).
Básicamente, hay dos maneras de entrar en comunión con los acontecimientos de la
salvación: uno es el sacramento, el otro es la palabra. Esta manera de la que estamos
hablando es la de la palabra, y de la palabra por excelencia, que es el kerigma [κήρυγμα:
proclamación]. El cristianismo es rico en ejemplos y en modelos de experiencias de lo divino.
La espiritualidad ortodoxa insiste en la experiencia de Dios a través de los “misterios”, a
través de la oración del corazón... La espiritualidad occidental insiste en la experiencia de
Dios mediante la contemplación, en la que el hombre se recoge en su interior y se eleva, con
la mente, por encima de las cosas y de sí mismo... Y es que hay muchos “caminos de la men-
te hacia Dios”. Pero la palabra de Dios nos revela uno que ha servido para abrir el horizonte
de Dios a las primeras generaciones cristianas, un camino que no es extraordinario y que no
está reservado para unos pocos privilegiados, sino que está abierto a todos los hombres de
recto corazón —a los que ya creen y a los que andan en busca de la fe—; un camino que no
sube a través de los grados de la contemplación, sino que pasa por los acontecimientos divi-
nos de la salvación; que no nace del silencio, sino de la escucha. Y es el camino del kerigma:
“¡Jesucristo ha muerto! ¡Jesucristo ha resucitado! ¡Jesucristo es el Señor!”.
Tal vez una experiencia de ese tipo es la que tenían los primeros cristianos cuando, en el
culto, exclamaban: ¡Maranatha!, que quería decir dos cosas, dependiendo de la manera de
pronunciarlo [‫תא‬‎ ‫ : מרנא‬maranâ' thâ' o ‫אתא‬‎ ‫ : מרן‬maran 'athâ'], a saber: “¡Ven, Señor!”, o “El
Señor está aquí”. Podía expresar un anhelo de la vuelta de Cristo, o bien una respuesta entu-
siasta a la epifanía litúrgica de Cristo, es decir a su manifestación en medio de la asamblea
reunida en oración.
Este sentimiento de la presencia del Señor resucitado es una especie de iluminación in-
terior que, a veces, cambia por completo el estado de ánimo de la persona que lo recibe.
Nos recuerda lo que ocurría en las apariciones del Resucitado a los discípulos. Un día, des-
pués de Pascua, los apóstoles estaban pescando en el lago de Tiberíades, cuando en la orilla
apareció un hombre que se puso a hablar con ellos desde lejos. Hasta cierto punto, todo era
normal: se quejaban de que no habían pescado nada, como hacen con frecuencia los pesca-
dores. Pero de pronto, en el corazón de uno de ellos —del discípulo al que Jesús quería— se
encendió una luz; lo reconoció y exclamó: “¡Es el Señor!” (Jn 21,7). Y entonces todo cambió
de golpe en la barca.
Entendemos así por qué afirma san Pablo que “nadie puede decir '¡Jesús es el Señor!' si
no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Co 12,3). Como el pan, en el altar, se convierte en el
cuerpo vivo de Cristo por la fuerza del Espíritu Santo que desciende sobre él, así, de manera
semejante, esa palabra se hace “viva y eficaz” (Hb 4,12) por la fuerza del Espíritu Santo que
actúa en ella. Se trata de un acontecimiento de gracia que podemos preparar, favorecer y
desear, pero que no podemos provocar por nosotros mismos. Generalmente no nos damos
cuenta de ello mientras está sucediendo, sino sólo después de que ha ocurrido, a veces des-
pués de varios años. En este momento podría ocurrirle a alguno de los aquí presentes lo que
ocurrió en el corazón del discípulo amado en el lago de Tiberíades: que “reconozca” al Se-
ñor.
***
En la frase “¡Jesús es el Señor!” hay también un aspecto subjetivo, que depende de
quien la pronuncia. Varias veces me he preguntado por qué los demonios, en los evangelios,
21
nunca pronuncian este título de Jesús. Llegan hasta a decirle a Jesús: “Tú eres el Hijo de
Dios”, o también “Tú eres el Santo de Dios” (cf Mt 4,3; Mc 3,11; 5,7; Lc 4,41); pero nunca los
oímos exclamar: “¡Tú eres el Señor!” La respuesta más plausible me parece ésta: Decir “Tú
eres el Hijo de Dios” es reconocer un dato real que no depende de ellos y que ellos no pue-
den cambiar. Pero decir “¡Tú eres el Señor!” es algo muy distinto. Implica una decisión per-
sonal. Significa reconocerlo como tal, someterse a su dominio. Si lo hiciesen, dejarían en ese
mismo momento de ser lo que son y se convertirían en ángeles de luz.
Esa expresión divide realmente dos mundos. Decir “¡Jesús es el Señor!” significa entrar
libremente en el ámbito de su dominio. Es como decir: Jesucristo es “mi” Señor; él es la
razón de mi vida; yo vivo “para” él, y ya no “para mí”. “Ninguno de nosotros —escribía Pa-
blo a los Romanos— vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos
para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor”
(Rm 14,7-8). La suprema contradicción que el hombre experimenta desde siempre —la con-
tradicción entre la vida y la muerte— ya ha sido superada. Ahora la contradicción más radical
no se da entre el vivir y el morir, sino entre el vivir “para el Señor” y el vivir “para sí mismos”.
Vivir para sí mismos es el nuevo nombre de la muerte.
La proclamación “¡Jesús es el Señor!” ocupó, después de Pascua, el lugar que en la pre-
dicación de Jesús había tenido el anuncio “¡Ha llegado a vosotros el reino de Dios!” Antes de
que existiesen los evangelios y antes de que existiese el proyecto de escribirlos, existía ya
esta noticia: “Jesús ha resucitado. Él es el Mesías. ¡Él es el Señor!” Todo empezó con esto. En
esta noticia que nació con la Pascua estaba encerrada ya, como en una semilla, toda la fuer-
za de la predicación evangélica. La catequesis y la teología de la Iglesia son como un árbol
majestuoso que brotó de esa semilla. Pero ésta —como ocurre con la semilla natural—, con
el paso del tiempo, quedó sepultada bajo la planta que produjo. El kerigma, en nuestra con-
ciencia actual, es una de las verdades de la fe, un punto, aun cuando sea importante, de la
catequesis y de la predicación. No es algo que esté aparte, en el origen de la fe.
Mi primera reacción ante un texto de la Escritura es siempre la de ir a buscar las reso-
nancias que ese texto ha tenido en la Tradición, es decir en los Padres y en los Doctores de la
Iglesia, en la liturgia, en los santos. Y lo normal es que se agolpen los testimonios en la men-
te. Pero cuando intenté hacerlo con la expresión “¡Jesús es el Señor!”, comprobé con sor-
presa que la Tradición era casi muda. En el siglo III d. C., el título de Señor ya no conserva su
significado original y se lo considera inferior al título de Maestro. Se lo conceptúa como títu-
lo característico de los que siguen siendo “siervos” y todavía no han llegado a ser “amigos”,
y por lo tanto es propio del estadio del “temor”3. Sin embargo, ya sabemos que es algo muy
distinto.
Para una nueva evangelización del mundo, necesitamos volver a sacar a la luz aquella
semilla, en la que se encuentra condensada, aún intacta, toda la fuerza del mensaje evangé-
lico. Necesitamos desenterrar “la espada del Espíritu”, que es el anuncio apasionado de
Jesús como Señor. En una célebre obra épica del medioevo cristiano, se habla de un mundo
en el que todo languidece y se vuelve confuso porque nadie plantea la cuestión fundamental
y nadie pronuncia la palabra crucial —la del Santo Grial—, pero que vuelve a florecer cuando
se pronuncia de nuevo esa palabra y cuando se atrae la atención sobre lo que tiene que estar
por encima de los pensamientos de todos. Algo así ocurre, creo yo, con la palabra del kerig-
ma: “¡Jesús es el Señor!” Todo languidece y carece de vigor donde ya no se pronuncia esa
palabra, o ya no se coloca en el centro, o ya no se pone “en el Espíritu”. Y todo se reanima y
se vuelve a inflamar donde esa palabra se pone en toda su pureza, en la fe. Aparentemente,
3
Cf. ORÍGENES, Comentario al evangelio de Juan, I, 29 (Sch 120. p. 158).
22
nada nos es tan familiar como la palabra “Señor”. Es parte del nombre con que invocamos a
Cristo al final de todas las oraciones litúrgicas. Pero una cosa es decir “Nuestro Señor Jesu-
cristo” y otra decir “¡Jesucristo es nuestro Señor!” Durante siglos, y puede decirse que hasta
nuestros días, la misma proclamación “Jesús es el Señor” con que se cierra el himno de la
carta a los Filipenses ha quedado escondida bajo una traducción errónea. En efecto, la Vul-
gata traducía “Toda lengua proclame que el Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre”
—Omnis lingua confiteatur quia Dominus Iesus Christus in gloria est Dei Patris—, mientras que
—como ahora sabemos— el sentido de esa frase no es que el Señor Jesucristo está en la
gloria de Dios Padre, sino que Jesús es el Señor, ¡y que lo es para gloria de Dios Padre!
***
Pero no basta con que la lengua proclame que Jesucristo es el Señor; es preciso además
que “toda rodilla se doble”. No son dos cosas separadas, sino una sola cosa. Quien proclama
a Jesús como Señor tiene que hacerlo doblando la rodilla, es decir sometiéndose con amor a
esa realidad, doblando la propia inteligencia en obediencia a la fe. Se trata de renunciar a ese
tipo de fuerza y de seguridad que proviene de la “sabiduría”, es decir de la capacidad para
afrontar al mundo incrédulo y soberbio con sus mismas armas, que son la dialéctica, la discu-
sión, los razonamientos sin fin, cosas todas que nos permiten “estar siempre buscando sin
nunca encontrar” (cf 2 Tm 3,7), y por tanto sin sentirnos nunca obligados a tener que obe-
decer a la verdad una vez que la hemos encontrado. El kerigma no da explicaciones, sino que
exige obediencia, porque en él actúa la autoridad del mismo Dios. “Después” y “al lado” de
él, hay lugar para todas las razones y demostraciones, pero no “dentro” de él. La luz del sol
brilla por sí misma y no puede ser esclarecida con otras luces, sino que es ella la que lo escla-
rece todo. Quien dice que no la ve, lo único que hace es proclamar que él mismo es ciego.
Es preciso aceptar la “debilidad” y la “necedad” del kerigma —lo cual significa también
la propia debilidad, humillación y derrota—, para que la fuerza y la sabiduría de Dios puedan
salir victoriosamente a la luz y seguir actuando. “Las armas con que luchamos —dice Pa-
blo— no son humanas, sino divinas, y tienen poder para destruir fortalezas. Deshacemos
sofismas y cualquier clase de altanería que se levante contra el conocimiento de Dios. Esta-
mos también dispuestos a someter a Cristo todo pensamiento” (2 Co 10,4-5). En otras pala-
bras, es necesario estar en la cruz, porque la fuerza del señorío de Cristo brota toda ella de la
cruz.
Debemos estar atentos a no avergonzarnos del kerigma. La tentación de avergonzarnos
de él es fuerte. También lo fue para el apóstol Pablo, que sintió la necesidad de gritarse a sí
mismo: “¡Yo no me avergüenzo del Evangelio!” (Rm 1,16). Y lo sigue siendo aún más en nues-
tros días. ¿Qué sentido tiene —nos insinúa una parte de nosotros mismos— hablar de que
Cristo ha resucitado y de que es el Señor, mientras a nuestro alrededor existen tantos pro-
blemas concretos que acosan al hombre: el hambre, la injusticia, la guerra...? Al hombre le
gusta que se hable de él —aunque se hable mal— bastante más que oír hablar de Dios. En
tiempos de Pablo una parte del inundo pedía milagros y otra parte pedía sabiduría. Hoy una
parte del mundo (la que vive bajo regímenes capitalistas) pide justicia, y otra parte (la que
vive bajo regímenes totalitarios comunistas) pide libertad. Pero nosotros predicamos a Cris-
to crucificado y resucitado (cf 1 Co 1,23), porque estamos convencidos de que en él tienen su
fundamento la verdadera justicia y la verdadera libertad.
***
En la catequesis mistagógica, la revelación de los misterios tenía lugar de dos maneras:
mediante las palabras y mediante los ritos. Los neófitos escuchaban las explicaciones y veían
23
los ritos, sobre todo el rito eucarístico que nunca antes habían contemplado con sus ojos. Lo
mismo sucede también en esta liturgia, en la que se nos entrega el misterio del señorío de
Cristo. Después de la liturgia de la palabra, vienen ahora una serie de ritos. Se descubrirá
solemnemente la imagen del Crucificado y nos arrodillaremos todos tres veces. Mostrare-
mos, incluso de manera visible, que en la Iglesia toda rodilla se dobla. El velo morado que
hasta ahora cubría la imagen del Crucificado simboliza ese otro velo que oculta al Crucifijo
desnudo a los ojos del mundo. “Hasta hoy —decía san Pablo de los judíos de su tiempo—,
un velo cubre sus mentes; pero cuando se vuelvan hacia el Señor, se quitará el velo” (2 Co
3,15-16). Por desgracia, ese velo está tendido también ante los ojos de muchos cristianos y
sólo se descorrerá “cuando se vuelvan hacia el Señor”, cuando descubran el señorío de Cris-
to. No antes.
Cuando, esta tarde, se “eleve” ante nuestros ojos el Crucifijo desnudo, mirémoslo bien.
Ése es el Jesús a quien proclamamos como “Señor”, y no otro, no un Jesús fácil, de agua de
rosas. Es importante lo que vamos a hacer. Para que nosotros pudiésemos tener el privilegio
de saludarlo como Rey y Señor verdadero, como haremos enseguida, Jesús aceptó ser salu-
dado como rey de burlas; para que nosotros pudiésemos tener el privilegio de doblar humil-
demente la rodilla ante él, él aceptó que se arrodillaran ante él por burla y por escarnio. “Los
soldados —está escrito— lo vistieron de púrpura, le pusieron una corona de espinas, que
habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo... Le golpearon la cabeza con una caña, le
escupieron y, doblando las rodillas, se postraban ante él” (Mc 15,16-19).
Tenemos que estar muy compenetrados con lo que hacemos y poner en ello una gran
adoración y una enorme gratitud, pues es muy grande el precio que él ha pagado. Todas las
“proclamaciones” que escuchó, estando vivo, fueron proclamaciones de odio; todas las
“genuflexiones” que vio fueron genuflexiones de ignominia. No debemos añadir nosotros
otras más con nuestra frialdad y nuestra superficialidad. Mientras expiraba en la cruz, aún
tenía en sus oídos el eco ensordecedor de aquellos gritos y la palabra “Rey” colgaba escrita
sobre su cabeza como una condena. Ahora que vive a la derecha del Padre y que está pre-
sente, por el Espíritu, en medio de nosotros, que sus ojos puedan ver que toda rodilla se do-
bla y que, con ello, se dobla la mente, el corazón, la voluntad y todo; que sus oídos escuchen
el grito de alegría que brota del corazón de los redimidos: “¡Jesucristo es el Señor, para glo-
ria de Dios Padre!”
La fuerza de la Cruz, Monte Carmelo, Burgos 2003, pp. 7-21.
24
Jesús de Nazaret, centro de la historia
Gerhard Ludwig Müller
El significado único de Jesucristo deriva
de que nos ha introducido en su relación con Dios
El mayor y más significativo acontecimiento de toda la historia salvífica y de la historia uni-
versal es el sacrificio de la cruz en el Gólgota, donde el Hijo de Dios encarnado, Jesucristo,
llevó a cabo la obra de la glorificación de Dios y de la salvación de los hombres.
Este conmovedor texto está tomado del antiguo Cantoral de Mainz. Si dice verdad, no
fueron los reyes y generales, los pensadores y artistas que encontramos en las clases de
historia quienes decidieron el destino del mundo. Alejandro Magno o Napoleón, Hegel o
Einstein, Mozart o Picasso no constituyen modelos definitivos de humanidad. La estrella
que eclipsa todas las demás es Jesús de Nazaret. Nacido en un rincón del mundo que los
grandes de su tiempo consideraban insignificante, supuso el giro de la historia.
Reconocer a Jesús como Cristo es lo que determina el destino de la humanidad. La
Iglesia «cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se encuentra en su
Señor y Maestro» (GS 10). Por él, con él y en él, el hombre llega hasta Dios, hasta el origen
y el fin de todo ser. Jesús de Nazaret tiene un significado único para todo hombre: su vida
y su muerte no fueron un punto fugaz en la línea infinita del tiempo. Todo lo contrario: en
Jesucristo y por él, Dios interviene en el espacio, en el tiempo y en la historia de la hum a-
nidad. Jesús es el punto de intersección donde la eternidad de Dios se ha introducido en
el tiempo del hombre. Él es el eje en que convergen las líneas vertical y horizontal. Vinien-
do de Dios y siendo Dios entre nosotros los hombres, Emmanuel (Mt 1,23). Él es «el único
mediador entre Dios y los hombres» (1 Tim 2,5).
Como «nuevo y definitivo Adán» (1 Cor 15,45), Jesucristo es el hombre en el que todos
los hombres se encuentran y se reconocen como hermanos y hermanas. Los aconteci-
mientos y destinos individuales que se pierden en el pasado, los que despuntan como p o-
sibilidades en el horizonte del futuro, reciben un centro inequívoco. La actuación de Dios
en Jesús y el comportamiento de Jesús ante Dios cualifican el hecho histórico del Gólgota
como foco de toda existencia humana. En la relación de cualquier hombre con Dios, Jesús
de Nazaret no posee significado universal y exclusivo por ser el núcleo de un poder logra-
do humanamente, o el de una gran cultura o el de una religión universal. No es la culmin a-
ción de la historia del espíritu por haber sido el mayor pensador de todos los tiempos o
porque un jurado lo haya incluido en algún libro de récords mundiales.
El significado único de Jesucristo deriva de que nos ha introducido en su relación con
Dios. Esta relación se manifiesta en su forma de dirigirse a Dios: «Abba, Padre». Su co n-
ciencia de hijo nace de la relación intradivina del Padre con el Hijo anunciado desde toda
la eternidad y con el Espíritu Santo que procede del Padre, Espíritu que es el Espíritu del
Hijo. La Trinidad inmanente se revela en la automanifestación histórica de Dios a través de
la encarnación de su palabra y a través del amor del Espíritu Santo derramado en el co-
razón de sus fieles (cf. Rom 5,5). Por esa revelación histórica de Dios, quienes creen en
Jesús como Cristo —los «cristianos» (cf. Hch 11,26)— son bautizados en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (cf. Mt 28,19). Entramos en comunión con Dios al en-
contrar a Jesucristo como hombre, en virtud de su automanifestación como Hijo del Pa-
dre celestial. La comunidad de Padre, Hijo y Espíritu es el Dios eterno, revelado a través de
Cristo como verdad, vida y amor.
25
En aquel momento, el Espíritu Santo llenó de alegría a Jesús, que dijo: Yo te alabo, Padre,
Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las
has revelado a los sencillos. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Pa-
dre, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; y nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y
aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar (Lc 10,21s.; cf. Mt 11,25-27).
Ya no cabe concebir la historia como una sucesión interminable de hechos y relaciones
trazadas sobre las cenizas del tiempo, una sucesión en la que el hombre quedaría inserto,
desamparado y a merced de poderosas fuerzas que le superan. La historia no es un océa-
no encrespado y sin centro. Interpelado por Dios a través de Jesucristo, el hombre se
convierte, por la fe y en virtud de su naturaleza espiritual, en sujeto de la historia. Junto al
resto de los hombres, se hace responsable de que la historia encuentre su meta en Dios,
que llegará a ser todo en todo y todo en todos (cf. 1 Cor 15,28). La promesa de la nueva y
definitiva alianza se ha hecho realidad en la historia.
Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo (Jr 31,33). Entonces serán mi pueblo y yo seré su
Dios. Mi siervo David será su rey, y tendrán todos un solo pastor... Haré con ellos una alianza
de paz, una alianza eterna, y pondré mi santuario en medio de ellos para siempre, pondré en
medio de ellos mi morada... Y cuando mi santuario esté en medio de ellos por siempre, sabrán
las naciones que yo soy el Señor que ha consagrado a Israel (Ez 37,23-28).
Corresponde a la determinación fundamental del hombre en su ser histórico que, en su
existencia espiritual, esté orientado hacia Dios. De él aguarda la respuesta definitiva a la
pregunta que el hombre es para sí mismo. Conoce su contingencia, su carácter mortal, lo
efímero de su ser. No es capaz de superar la inseguridad de su existencia amenazada, la
fragilidad de su amor, su sumisión a la ley de lo perecedero. Esto sólo es posible cuando lo
infinito entra en lo finito, cuando lo absoluto abre hacia sí lo relativo, cuando Dios viene al
hombre y, a través de Dios, el hombre llega hasta Dios. El hombre ya no puede definirse
sin entender la referencia a Dios como su determinación esencial más propia. Al comienzo
de sus conmovedoras Confesiones, san Agustín explica esta situación humana ante Dios:
Grande eres, Señor, y laudable sobremanera; grande tu poder, y tu sabiduría no tiene
número. ¿Y pretende alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación, y precisamente el
hombre, que, revestido de su mortalidad, lleva consigo el testimonio de su pecado y el testi-
monio de que resistes a los soberbios? Con todo, quiere alabarte el hombre, pequeña parte de
tu creación. Tú mismo lo mueves a ello, haciendo que se deleite en alabarte, porque nos has
hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti (Confesiones, 1,1).
El encuentro con el Dios del amor libra a los hombres de la convulsión del ateísmo
heroico. Éste no es otra cosa que una presentación necia y terca de la bancarrota del nihil-
ismo, aquella desesperada actitud fundamental que nada tendría que ver con el ser. Para
un nihilista, todo esperar y amar, todo construir y preocuparse es devorado por un dest i-
no mordaz y maligno. Nosotros reconocemos a Jesucristo como el hombre entre los mu-
chos hombres en medio de la historia, como uno de los nuestros que es hermano de to-
dos nosotros (Heb 2,17).
En él, el Dios infinito, eterno e inalcanzable ha entrado en nuestro mundo. Cristo ha e s-
tablecido una meta para el flujo inmenso de las sucesivas generaciones, una meta que une
íntimamente a todos los hombres de todo tiempo y lugar en una única comunidad de es-
peranza. Él ha dado centro y fin a la historia. Por ello puede decirse: creer en Dios es re-
conocer en Jesucristo —su Hijo— el centro de la vida y dejarse determinar totalmente por
él en comunión amorosa.
No os inquietéis. Confiad en Dios y confiad también en mí. Yo soy el camino, la verdad y la
vida. Nadie puede llegar hasta el Padre, sino por mí (Jn 14,1.6).
La Misa. Fuente de vida cristiana, Cristiandad, Madrid 2004, pp. 11-15.
26
Jesucristo, Hijo de Dios y verdadero hombre
Karl-Heinz Menke
La verdadera humanidad de Cristo no es el velo
de su verdadera divinidad, sino su revelación
No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay
abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra (Ex 20,4; Deut 5,8).
Esta prohibición veterotestamentaria de las imágenes continuó teniendo efecto durante
largo tiempo también en el cristianismo, a pesar de que Dios había adquirido en la persona
de Jesucristo una visibilidad sin igual. Cristo es, sin embargo, una persona, no una imagen
capturada en un lienzo. En cuanto persona, es la revelación del Dios invisible. Pero ¿cómo
podemos nosotros, que vivimos dos mil años después, representar la revelación de Dios en
Cristo? ¿Solamente bajo la forma del Pan eucarístico? ¿Solamente a través del símbolo de la
Cruz? ¿O también en imágenes que presentan a Cristo como un determinado ser humano?
La solución intentada por la Iglesia primitiva se podría describir sintéticamente de la ma-
nera siguiente: una profusión de imágenes de Cristo usadas al mismo tiempo prevendría la
identificación con una única imagen y en consecuencia la fijación de una imagen individual.
Mediante la estilización, los iconos de las Iglesias orientales suprimen de raíz la impresión de
una representación realista. La adición de letras se refiere a la diferencia entre la imagen y la
realidad, que es sólo indicada por la pintura. El ejemplo de los iconos deja, pues, claro que la
imagen de Cristo no hace “disponible” a Dios; por el contrario, lo que se describe es la lla-
mada a una relación personal con él.
1. “ÉL ES LA IMAGEN DEL DIOS INVISIBLE” (COL 1,15).
La prohibición islámica de las imágenes renovó en el s. VIII la controversia sobre la cuestión
de si está permitido enmarcar a Cristo —siendo verdaderamente Dios y por tanto “indefini-
ble”— dentro de una imagen “definida”, y llevó en el 787 al último de los grandes concilios
cristológicos, el segundo concilio de Nicea1. La cuestión particular sobre la posibilidad de
representar a Cristo se convirtió en el centro de todos los debates teológicos. Juan Damas-
ceno († 749), indiscutiblemente el mayor teólogo del s. VIII, nos cuenta el porqué. En la pers-
pectiva de la Biblia, la materia es algo bastante diferente de lo que es en la filosofía griega.
Desde el punto de vista del neoplatonismo, la materia es realmente lo opuesto a la divinidad,
al absolutamente Uno. Por tanto, la filosofía griega no puede pensar que una criatura en
cuanto criatura sea la revelación de la divinidad; no puede decir nada sobre lo que la fe cris-
tiana expresa con el dogma de la encarnación de Dios. Juan Damasceno conoce la prohibi-
ción del Antiguo Testamento sobre las imágenes. Pero también sabe que esta prohibición no
está basada en la devaluación de todos los seres finitos y materiales sino en la reverencia a la
trascendencia del Creador. En un discurso contra los iconoclastas de su tiempo, afirma lite-
ralmente:
En otros tiempos Dios no había sido representado nunca en imagen, siendo incorpóreo y sin
rostro. Pero ahora, puesto que Dios ha sido visto en la carne y ha vivido entre los hombres (Bar
3,38), yo puedo representar lo que es visible en Dios. No venero la materia, sino al creador de
la materia, que se ha hecho materia por mí y se ha dignado habitar en la materia y obrar mi sal-
vación a través de la materia.”2
1
2
Cf. Dz 302-310.
San Juan Damasceno, Contra imaginum calumniatores, I, 16, ed. Kotter, p. 89; PG 94, 1245 AC.
27
En opinión del gran monje teólogo Teodoro el Estudita († 826), se pierde el núcleo del
credo cristiano si se enseña que la “circunscribible” y por tanto representable naturaleza
humana de Cristo se vuelve “incircunscribible” a causa de su unión hipostática con la “incir-
cunscribible” naturaleza divina. Porque la verdadera humanidad de Cristo no es el velo de su
verdadera divinidad, sino su revelación. La adopción de la naturaleza humana por la persona
del Logos eterno no significa una suerte de dominio de las cualidades de la naturaleza divina
del Redentor sobre las cualidades de su naturaleza humana, sino más bien lo contrario: la
persona del Logos se hace visible en la existencia humana del Redentor. Teodoro el Estudita
presenta su cristología con el lema: “El incircunscribible se hace circunscribible.” Es decir,
La persona del Verbo eterno se convierte, asumiendo la carne, en el sustento y la fuente de
un ser humano en su circunscrita individualidad. [...] Precisamente en los rasgos característicos
que caracterizan a Jesús como este particular ser humano, se hace visible su persona divina. La
paradoja de la encarnación es que la persona divina del Verbo eterno se ha hecho ‘circunscribi-
ble’ en los rasgos individuales, personales de Jesús.3
Joseph Ratzinger expresa así este hecho en su Introducción al cristianismo:
Jesucristo ha explicado a Dios, lo ha sacado de sí mismo o, como dice más drásticamente la
primera Carta de Juan, lo ha expuesto a nuestra vista y a nuestro tacto, aquel a quien nadie vio
entra ahora en contacto histórico con nosotros (cf. 1 Jn 1,1-3).4
Y en su libro Jesús de Nazaret el Papa muestra que toda escena de la vida de Jesús, todas
sus parábolas, cada línea del Sermón de la Montaña, cada detalle de su vida, su pasión y su
muerte es, en el más verdadero sentido de la palabra, auto-revelación de Dios5.
Esto no quiere decir en absoluto que la humanidad de Jesús sea idéntica a su divinidad.
Porque Dios no es (en el sentido de un signo igual) una criatura ni una criatura es (en el sen-
tido de un signo igual) Dios. Quien crea esto dejó de pensar cuando empezó a creer. Aunque
solemos hablar —por ejemplo, en el contexto de la Navidad— del “Dios hecho hombre”,
tenemos que ser siempre conscientes de lo impropio de esta manera de decir. Pues no po-
demos decir de Dios, como lo decimos de nosotros, que Él se hace algo o alguien.
El Dios proclamado por la Biblia no se transforma en un ser humano como, por ejemplo, el
Zeus de la épica homérica se transforma en un toro o el príncipe del cuento de hadas de los
hermanos Grimm se transforma en una rana. En ese caso, su humanidad sería la larva, el re-
cubrimiento o incluso la ofuscación de su divinidad. Entonces dejaría de ser Dios en el mo-
mento de la encarnación. Entonces la humanidad de Cristo no sería la revelación de Dios,
sino exactamente lo contrario. No, Dios no deja de ser Dios en el acontecimiento de la en-
carnación. Ni tampoco esconde su divinidad bajo el manto de una humanidad sólo aparente.
Por el contrario, la humanidad de Jesús como tal es la revelación de sí mismo por parte de
Dios.
2. VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE: SIN CONFUSIÓN Y SIN DIVISIÓN
El concilio que ha contribuido más que ningún otro a clarificar la principal cuestión cris-
tológica, el concilio de Calcedonia (451), dice: Jesucristo es verdadero Dios y verdadero
hombre — sin confusión, pero también sin división, sin separación6.
3
Christoph Schönborn, El icono de Cristo. Una introducción teológica, Madrid 1999, p. 197 [la traducción, sin embargo, es
nuestra]; cf. san Teodoro el Estudita, PG 99, 400 CD.
4
Joseph Ratzinger, Introducción al cristianismo, 13a ed., Salamanca 2005, p. 52.
5
Cf. Joseph Ratzinger - Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, I: Desde el Bautismo hasta la Transfiguración, Madrid 2007, pássim.
6
Cf. Dz 148.
28
¿Por qué es tan importante —se pregunta mucha gente— que Jesucristo sea ambos, Dios
y hombre, sin concesión alguna?
Me gustaría responder a esta muy comprensible pregunta con dos contra-preguntas:
(a) ¿Qué ocurriría si Jesucristo fuera verdadero Dios pero no verdadero hombre?
(b) ¿Qué ocurriría si Jesucristo fuera verdadero hombre pero no verdadero Dios?
(a)
Los gnósticos de todas las tendencias y todos los periodos sostienen la tesis de que
Jesucristo era solamente verdadero Dios pero no verdadero hombre. Hablan de su humani-
dad como de un vestido con el que él ha velado su divinidad. En su opinión, la muerte de
Jesús no fue la transición de un ser humano —igual a nosotros en todo excepto en el peca-
do— a la comunión con Dios, sino simplemente la remoción de su revestimiento de aparien-
cia humana. Desde el punto de vista gnóstico, la humanidad de Cristo era sólo el vehículo,
únicamente el medio instrumental de las instrucciones para la autosalvación. Desde el punto
de vista gnóstico, también nosotros alcanzamos la comunión con Dios si nos separamos de
este mundo. Un Cristo interpretado gnósticamente se convierte en la apelación a retirarse
de esta vida terrena lo más lejos posible, si no en el sentido literal, al menos mentalmente en
un apartamiento del mundo y una “piedad” privatista hostil hacia el cuerpo.
Cuando se contempla la humanidad de Jesús solamente como medio e instrumento ex-
ternos de Dios, ya no se puede responder a la pregunta: ¿qué hizo Cristo hace dos mil años
por todas las gentes de todos los tiempos, o sea también por mí? Jesús se presenta como un
mensajero de Dios que nos ha enseñado cómo se puede seguir un buen camino o cómo des-
prenderse uno mismo de este mundo y sus tentaciones: ¡una guía de autoredención [Selbst-
erlösungslehre] en lugar de una soteriología [Erlösungslehre]!
Imaginémoslo; en la acera, alguien con un micrófono en la mano te dirige de improviso
esta pregunta: “¿qué hizo Cristo por ti hace dos mil años?” Él no es simplemente un ejemplo
que debemos imitar. Él no es sólo un sabio maestro o filósofo. Es tu Redentor y el mío. Por
tanto, la pregunta: ¿qué hizo ÉL por ti hace dos mil años?
La respuesta de nuestras fórmulas de fe a esta cuestión es la siguiente: él ha transforma-
do la muerte física. Pues desde la Pascua la muerte física ya no es el símbolo real del pecado,
es decir, de todo aquello que no puede tener comunión con el solo y único Dios de santidad
y de vida (= YHWH [‫יהוה‬‎ ). Como es bien sabido, durante el exilio de Babilonia Israel adoptó,
]
para la existencia de los pecadores después de la muerte, la imagen de la existencia en som-
bras en el llamado Sheol. En cualquier caso, el Antiguo Testamento distingue entre la muerte
física y la muerte real de la separación de Dios (Sheol [‫ .)]שאוֹל‬Desde la Pascua, la muerte
física de la que todos moriremos ya no es la puerta de acceso al Sheol, sino por el contrario,
la puerta de acceso a YHWH, a quien Cristo llama “Abba” [‫ ,]אבא‬o sea “Padre”.
Pero aún podemos seguir preguntando críticamente: ¿por qué y cómo un ser humano —
igual a nosotros en todo excepto en el pecado— podría ser capaz de transformar de una vez
por todas —es decir, para todos nosotros— la muerte física, la puerta de acceso al Sheol, en
el camino hacia Dios Padre?
(b)
Esta pregunta es casi idéntica a la pregunta fundamental no 2 ya formulada más arri-
ba: ¿Qué ocurriría si Jesucristo fuera verdadero hombre pero no verdadero Dios? Jesús fue ca-
paz de derrotar a la muerte real —la separación de Dios Padre— sufriendo la muerte física,
por una sola razón: que él, siendo verdadero ser humano, tenía al mismo tiempo una rela-
ción con Dios Padre como ningún ser humano es capaz de establecer o producir por su pro-
pia iniciativa. Todos conocemos la a primera vista paradójica formulación de los prefacios y
29
los cantos de Pascua: “Con su muerte (entendida como muerte física) Jesucristo ha vencido a
la muerte (esto es, la separación de Dios).”
Jesús no fue primero una persona humana engendrada por José y nacida de María, para
después —por ejemplo, con ocasión de su bautismo en el Jordán, o en el acontecimiento de
la resurrección— ser elevada a la condición de “Hijo de Dios”. Es universalmente imposible
que una persona se convierta en una persona diferente. Por esta sola razón Cristo no fue
primero una persona humana para convertirse después en una persona divina. El testimonio
unánime de toda la tradición (de toda, también de las más antiguas fórmulas de fe y espe-
cialmente del concilio de Éfeso, que llama a María “Theotokós” [Θεοτόκος: Madre de Dios])
es que Jesús fue desde el principio una persona divina. Esto significa que él tuvo desde el
principio en cuanto verdadero ser humano —ya en el seno de su madre María— exactamen-
te la misma relación con Dios Padre que el Hijo intratrinitario. Queda por tanto claro lo si-
guiente:
 Sólo bajo la precondición de que Dios en sí mismo no es un Yo monolítico sino la relación
entre un Yo y un Tú, entre el Padre y el Hijo, y sólo bajo la ulterior precondición de que
también es capaz por el Espíritu Santo de comunicar hacia afuera esa relación que él es,
se puede pensar sin contradicción que una criatura, que el hombre Jesús es la relación del
Logos eterno con el Padre (es decir, la Segunda Persona divina) (!).
 Jesús fue capaz de transformar el símbolo del pecado, la muerte física (cf. Rom 6,23) co-
mo símbolo real de la separación de Dios, en un símbolo real de acceso a Dios (cf. 1 Cor
15,54-56; Jn 14,6b), por la sola razón de que él como verdadero hombre estaba relaciona-
do con el Padre en un modo que trascendía cualquier cosa factible por los seres humanos.
3. LA OMNIPOTENCIA DEL PADRE NO DIFIERE DE LA OMNIPOTENCIA DEL HIJO CRUCIFICADO
Jesús es infinitamente más que un profeta, porque él no sólo interpreta la voluntad del
Padre, sino que, en cuanto “aquél que está en el seno del Padre” (Jn 1,18), le está permitido
decir de sí mismo: “yo y el Padre somos uno” (Jn 10,30). Y: “el que me ve a mí, ve al Padre” (Jn
14,9b). Y: “nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6b). El Papa Benedicto XVI interpreta Jn 1,18
en comparación con Ex 33,18-227. Aquí, la petición de Moisés, “déjame ver tu gloria” (Ex
33,18), recibe como respuesta: “mi rostro no lo puedes ver. [...] Podrás ver mi espalda, pero
mi rostro no lo verás” (Ex 33, 20.23). Jesús, en cambio, viene del contacto directo con el Pa-
dre, del diálogo “cara a cara”; de la visión de “aquél que está en el seno del Padre.”
Puesto que Jesús, a diferencia de Moisés, no sólo ha dicho cosas esenciales sobre Dios si-
no que es la Palabra del Padre, él es personalmente (hipostáticamente) el mismo Hijo que es
eternamente la autoexpresión del Padre, o sea el Logos. En otras palabras, Jesús vivió en el
espacio y el tiempo (en cuanto verdadero hombre) la misma relación con Dios Padre que el
Hijo es dentro de la Trinidad.
Si nos preguntamos cómo el hombre Jesús, que está sometido a las leyes del tiempo, re-
vela la relación del Hijo eterno, o sea el Logos, con el Padre eterno, algo es obvio de inme-
diato: su relación con el Padre es todo menos una huida de este mundo hacia las esferas abs-
tractas de la trascendencia. Al contrario, su relación con el Padre se realiza en términos con-
cretos, es encarnación, y es kénosis [abajamiento, anonadamiento (cf. Flp 2,5-8)]. Su relación
con el Padre describe un movimiento de arriba hacia abajo. “Bajó”, decimos en el Credo 8. Él
7
Cf. Jesús de Nazaret, I, p. 27ss.
Símbolo nicenoconstantinopolitano: “propter nos homines et propter nostram salutem descendit de cælis / por nosotros
los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo.” (Cf. Dz 86).
8
30
es uno con el Padre en cuanto aquél que baja: de este modo y sólo así. En cuanto aquél que
baja, él es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6a).
Los gnósticos de todas las tendencias y todos los periodos han declarado que Jesucristo
es una idea cuyo recubrimiento exterior es el cuerpo, la humanidad, y el estar-en-el-mundo.
Describen el verdadero y real cristianismo como el desprendimiento de ese recubrimiento,
como desprendimiento de todo lo terrenal y concreto, como camino hacia una pura espiri-
tualidad.
Pero Jesús es lo opuesto a esta abstracción: primero su nacimiento en un establo cual-
quiera a las afueras de Belén, o su cuna con la forma de un pesebre, después su largo cami-
nar durante treinta años a través de la vida diaria de un simple artesano... Todo es un conti-
nuo descenso. Después de haber dejado Nazaret también desciende: baja hasta el Jordán,
donde bautiza Juan. Éste es, dicho sea de paso, considerado sólo geológicamente, el punto
más profundo de la superficie de la tierra, unos trescientos metros bajo el nivel del mar. Pun-
to bajo también en otro sentido: desde las vecindades, especialmente desde la cercana Jeru-
salén, la gente desciende hasta allí, se deja sumergir, se hace pequeña, se reconoce pecado-
ra. Y aquél que no tiene en absoluto necesidad de ello, se pone en la fila (Mt 3,13-17; Mc 1,9-
11; Lc 3,2s). El papa Benedicto escribe:
[Jesús] inicia su vida pública tomando el puesto de los pecadores. La inicia con la anticipa-
ción de la cruz. [...] El bautismo es la aceptación de la muerte por los pecados de la humanidad.
[...] El icono del bautismo de Jesús muestra el agua como un sepulcro líquido que tiene la for-
ma de una cueva oscura [...]. El descenso de Jesús a este sepulcro líquido, a este infierno que le
envuelve por completo, es la representación del descenso al infierno.9
Y del mismo modo que Jesús fue expuesto a los pecadores, también lo fue al tentador. Su
respuesta a las tentaciones del poder (Mt 4,1-11; Mc 1,12s; Lc 4,1-13) es la obediencia a la vo-
luntad del Padre. En ocasiones recibe aplauso. La gente corre tras él y quiere hacerle rey. Sus
discípulos esperan hacer carrera. Pero él desciende y ve al que está precisamente abajo. El
ciego Bartimeo, por ejemplo, a las puertas de Jericó (Mt 20,29-34; Mc 10,46-52; Lc 18,35-43),
o la adúltera que va a ser lapidada por su pecado (Jn 8,1-11), o el despreciado cobrador de
impuestos Mateo (Mt 9,9-13; Mc 2,13s; Lc 5,27s), o el jefe de publicanos Zaqueo (Lc 19,2-10).
Éste se encarama a un árbol porque era demasiado pequeño. E inmediatamente Jesús lo ve,
a él entre toda la gente. Y le dice: ¡baja enseguida! Si quieres ver algo de mí, tienes que bajar, y
no subir. Ésta es una lección difícil de aprender, no sólo para Zaqueo, aún más para Pedro. La
noche anterior a su arresto, Jesús le deja claro lo que significa, pero Pedro no quiere admitir
que su Señor y Maestro no ascienda sino descienda, que su Señor y Maestro trabaje como
un esclavo. Se avergüenza de él. Pero Jesús no se avergüenza cuando lava los pies de sus
discípulos (Jn 13,1-10). Y entonces dice: ¡Tomad y comed, esto es mi cuerpo! (Mc 14,24; Mt
26,27s, Lc 22,20, 1 Cor 11,25). Quiere ser para los demás el pan que ellos comen. Y poco des-
pués, está colgando entre el cielo y la tierra, clavado en la cruz. Y aquello se vuelve macabro.
Porque aquél que durante toda su vida ha descendido, es invitado a descender (Mt 27,39s;
Mc 15,31s; Lc 23,37): ¡Baja ahora, si puedes!, le espeta uno. Descendió a los infiernos, decimos
en el Credo10. Y con la palabra “infierno” entendemos lo opuesto a “camino”: es decir, la
prisión que bloquea todo camino, toda salida, toda posibilidad y todo futuro.
Estamos tentados una y otra vez a pensar en Dios de manera diferente que en este Jesús,
como si Dios en cuanto tal fuera todopoderoso, mientras que Jesús —al menos en la cruz—
fuera lo opuesto, es decir, impotente. No, Dios se ha revelado a sí mismo en él, en este solo y
9
Jesús de Nazaret, I, pp. 40-42.
Símbolo apostólico [según el orden romano]: “descendit ad inferos / descendió a los infiernos.” (cf. Dz 7).
10
31
único hombre. El que le ve a él, ve al Padre. El Padre no es omnipotente de modo diferente al
Crucificado. Por eso Benedicto XVI señala que
[precisamente] en la cruz se hace perceptible su condición de Hijo, su ser uno con el Padre.
La cruz es la verdadera “altura”, la altura del amor “hasta el extremo” (Jn 13,1); en la cruz,
Jesús se encuentra a la “altura” de Dios, que es Amor. Allí se le puede “reconocer”, se puede
comprender el “Yo soy”. La zarza ardiente es la cruz. La suprema instancia de revelación, el
“Yo soy” y la cruz de Jesús son inseparables.11
Todos los autores del Nuevo Testamento, no bajo el influjo de la filosofía griega sino por
su conocimiento de los escritos del Antiguo Testamento, acentúan la identidad de la acción
de Jesús con la acción de YHWH. Ellos muestran que Jesús hace lo que conforme al testimo-
nio de los escritos del Antiguo Testamento sólo YHWH es capaz de hacer: perdona los peca-
dos (Mt 1,21; Mc 2,1-12). Trae de la muerte a la vida (Mc 5,41s; Lc 7,14; Jn 11,43s). Tiene poder
sobre todas las fuerzas de la naturaleza (Mc 4,35-41; 6,45-52). Y se le llama “el único Salva-
dor” (Hch 4.12), “el Señor de todas las gentes” (Rom 10,12), “el Señor de la Gloria” (1 Cor
2,8), “el Primero y el Último” (Apoc 1,17; 22,13) y por último, pero no menos importante,
“Dios verdadero” (Jn 20,28; 1 Jn 5,20). Por supuesto, profesar simultáneamente la fe en la
verdadera divinidad de Cristo y en el monoteísmo de Israel sólo está libre de contradicción
bajo la condición de que la “relación con el Abba” vivida por Jesús sea idéntica a la relación
del Logos eterno con el Padre. En otras palabras: el “ser uno” de Jesús con el “Padre”
(= YHWH), tiene como precondición la doctrina cristiana sobre la Trinidad.
El Dios de Israel es el amor trinitario que se identifica con Cristo crucificado. O dicho de
otro modo: la omnipotencia profesada en el Credo cristiano se explica a sí misma en Jesu-
cristo, el Crucificado. Por eso la reivindicación universal de la verdad por parte del cristianis-
mo puede y debe ser aceptada solamente en la forma de un amor indefenso que espera to-
do pero no fuerza nada.
El judaísmo, el cristianismo y el islam toman igualmente como su punto de partida que, a
la unicidad de Dios, corresponde la unicidad de la verdad; que no puede haber diferentes
verdades una junto a otra y que la verdad que fundamenta toda la realidad se ha revelado en
la finitud del mundo y de la historia. Sin embargo, la revelación se explica de manera diferen-
te en las tres religiones abrahámicas.
Hay una enorme diferencia cuando aquello a lo que se llama el camino, la verdad y la vida
de todas las gentes de todos los tiempos es una persona, o es un libro. La verdad que se
identifica con un libro está siempre en peligro de ser confundida con su formulación. La ver-
dad que es una persona se pierde precisamente cuando alguien la identifica con las Escritu-
ras, con ciertas frases, definiciones o interpretaciones.
4. LA RECOGNOSCIBILIDAD DEL HIJO EN JESÚS
La exégesis histórico-crítica ha encontrado una amplia aceptación de su requerimiento de
llamar al Redentor, antes del acontecimiento de su resurrección, el hombre “Jesús”, y sola-
mente a la luz de su resurrección también “Cristo”. Detrás de este requerimiento se esconde
la suposición de que antes de la Pascua nadie podía reconocer que Jesús era el Cristo. Que
los cuatro evangelios al completo afirmen lo contrario se debe al hecho, según lo ven los
exégetas, de que los evangelistas han puesto su visión postpascual en boca del Jesús pre-
pascual. En este contexto se podría prestar atención a la incuestionable declaración del exé-
geta de Heildelberg Klaus Berger, según la cual no hay en todo el Nuevo Testamento un solo
11
Jesús de Nazaret, I, pp. 403-404.
32
paso que pruebe la recognoscibilidad de Jesús como Cristo sólo sobre la base de los aconte-
cimientos transhistóricos posteriores a la Pascua.
Si Jesús antes de la Pascua no hubiera sido reconocible como Cristo, el decisivo acto de
autorevelación de Dios no habría ocurrido en los treinta y tres años de la vida de Jesús sino
post mortem, a través de apariciones e inspiraciones. Si Dios Padre tuviera otras opciones
aparte de las que se hicieron visibles en la vida y muerte de Jesús, entonces no habría dado
todo a su Hijo, entonces su Hijo no podría decir “quien me ve a mí, ve al Padre.”
Según el profesor de teología fundamental de Friburgo Hans Jürgen Verweyen, difícil-
mente se puede sobreestimar teológicamente el hecho de que san Marcos ponga las pala-
bras “¡verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!” (Mc 15,39) en boca del centurión pa-
gano al pie de la cruz. Pues el más antiguo evangelio, que de acuerdo con la convicción de
todas las confesiones cristianas es inspirado y por tanto auténtico, declara —mediante el
ejemplo de un hombre que no pertenece al círculo de los apóstoles o discípulos de Jesús—
la posibilidad de ser consciente de una relación que es más fuerte que el poder de la muerte:
no sólo por las apariciones del Resucitado, sino precisamente cuando Jesús —visto de una
manera superficial— parece haber fracasado y ser destruido. Por supuesto, ésta es una ex-
periencia que mueve al centurión más existencial que intelectualmente. Con todo, lo crucial
es que para el evangelista Marcos el acontecimiento de la Pascua no es la acción del Padre
en Jesús sin Jesús, sino que fue al menos también una acción empíricamente perceptible
junto con Jesús.
En el cristianismo todo depende del hecho de que Dios se haya expresado de tal manera a
sí mismo en los treinta y tres años de vida de un ser humano individual que no se pueda decir
nada sobre Dios que no pueda decirse también sobre Jesús de Nazaret. Y de esto se sigue
que incluso sobre la omnipotencia del Padre en el cielo no se puede hablar de modo diferen-
te que sobre el poder de Jesucristo. Dios Padre no es más poderoso que el Crucificado, a
quien el escriba espeta: “¡baja, si tú eres el Mesías!, ¡baja, si eres quien pretendes ser!” (Mc
15,31s). No, él no puede descender; para ser precisos, no lo puede hacer porque el Dios trini-
tario no se expresa a sí mismo más que como amor indefenso. El Dios trinitario es amor in-
condicional. El Dios trinitario quiso una creación que está realmente —no sólo aparente-
mente— destinada a la libertad. Y por eso Jesús, que revela personalmente a este Dios trini-
tario, no puede revocar la libertad de los que le torturan y le matan.
¿Un Dios que no puede hacer nada, que se deja clavar en la cruz? ¿Un Dios impotente? ¿No
es esto el fin del sentido de toda fe y esperanza, del sentido de toda oración y ruego? — ¡Sí,
ciertamente! Pero sólo a condición de que el odio crucificador fuera más fuerte que el amor
indefenso del Crucificado. Sólo a condición de que el amor de Jesús, clavado en la cruz, fuera
destruido.
Cuando el Viernes Santo, en la hora de la muerte de Jesús, los cristianos son llamados a
besar una cruz, no es una cruz cualquiera: eso habría sido perverso; no, es la cruz de Jesús,
cuyo amor no ha evitado la cruz y sin embargo la ha vencido. Los cristianos proclaman algo
escandaloso venerando la cruz. Porque profesan su fe en un Dios que no es diferente de
Jesucristo, o sea del Crucificado. Profesan su fe en un Dios que prefiere antes ser crucificado
que lograr algo por la fuerza; pero que puede precisamente de este modo —el modo del
amor indefenso— transfigurar, transformar, y así derrotar también mi cruz.
No es una coincidencia que el signo de la cruz se haya convertido en la representación
fundamental de Cristo y en el distintivo de los cristianos. No es ni mucho menos una coinci-
dencia que los cristianos pongan la cruz no solamente en sus iglesias, sino también en los
techos, las torres y las cumbres de las montañas. Si el Viernes Santo hubiera sido el oculta-
33
miento de Dios bajo su opuesto, entonces el logo apropiado del cristianismo habría sido, en
lugar del signo de la cruz, la V de “victoria”. Si el acontecimiento de la Pascua hubiera sido la
obra subsiguiente del Padre sobre Jesús muerto —sobre él, sin él, en lugar de junto con él—
entonces el acontecimiento de la cruz no habría sido revelación sino ocultamiento de Dios.
Pero el centurión pagano que está al pie de la cruz, en cuya boca pone el evangelista Marcos
las palabras “verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,39), comprende cuán
inseparable es la acción del Padre de la acción de Jesucristo. Jesús, también en la hora en la
que —como verdadero hombre— sufre la muerte física, símbolo real de la separación de
todo sentido, de toda esperanza, en breve, de Dios, permanece en la quejumbrosa, deman-
dante, pero orante [klagenden, anklagenden, aber betenden] relación con el Padre. Su muer-
te física es, pues, como formula el prefacio de Pascua, la victoria sobre la muerte real de la
separación de Dios, causada por el pecado. O en otras palabras: con su muerte Jesús ha roto
el nexo producido por el pecado entre la muerte física y la muerte real (separación de Dios).
Él es desde entonces el camino al Padre para todo aquél que, como los judíos en la Torá, “se
deja insertar” en su vida y en su muerte.
Los que se dejan herir por el signo de la cruz, o se crucifican a sí mismos, ponen sus vidas
bajo el título de la fe en que el amor crucificado es más fuerte que todos los demás poderes.
Los que profesan su fe en Jesucristo a través del signo de la cruz no sólo recuerdan a Cristo,
sino que se dejan insertar por el Espíritu Santo en su amor crucificado.
Hablando estrictamente, la llamada fiesta [celebración] del Espíritu Santo no es bajo
ningún concepto una fiesta en sí misma junto a la fiesta [celebración] de Cristo. Porque la
Iglesia celebra durante cincuenta días la fiesta de Cristo; y el quincuagésimo día de la fiesta
de Cristo es Pentecostés. Porque el Espíritu Santo no es la segunda autorevelación de Dios
en adición a la de Jesucristo, sino que la posibilita en un doble modo. Por un lado, que el Pa-
dre esté totalmente en el Hijo y el Hijo totalmente en el Padre, sin que una persona neutrali-
ce la diferencia de la otra persona; por otro, que Dios en cuanto Hijo pueda estar de tal mo-
do en Jesús que éste en cuanto verdadero hombre pueda vivir la relación del Hijo eterno con
el Padre: he aquí la manifestación [Phänomen] del Espíritu Santo. Pero no sólo ésta, también
el correspondiente “estar en” [In-Sein] (el correspondiente “vivir en” [Einwohnen]) de Jesu-
cristo crucificado y resucitado en cada creyente.
La misión del Espíritu Santo no es algo añadido al acontecimiento de la encarnación, sino
realmente su incremento (1 Cor 15,44s, 2 Cor 3,17s). Porque el movimiento del Dios trinitario
desde arriba hasta abajo sólo culmina en el hecho de que Cristo no hace don de sí mismo sin
hacer don de aquellos que le han recibido. A través de la misión del Espíritu Santo, los peca-
dores se convierten en hijos, los receptores se convierten en agentes de Jesucristo. Los que
se dejan aferrar por Cristo en el Espíritu Santo transforman el mundo a través de la misma
pro-existencia (Flp 2,3-5; Rom 15,1-3), que ha demostrado ser más poderosa precisamente
porque es impotente para la opinión del mundo. Resurrección, exaltación y misión del Espíri-
tu Santo del Redentor crucificado no son triunfos poderosos, sino lo opuesto: la permanente
presencia de aquel amor traspasado que no fuerza nada y es precisamente de este modo
más fuerte que la muerte.
“Jesus Christus, Gottes Sohn und wahrer Mensch. Theologische Impulse”,
Revista de la Academia Católica de Baviera “Zur Debatte”, 5 /2009, pp. 24-26.
34
“Buscar lo de arriba”
Joseph Ratzinger
No seguimos al muerto sino al Viviente
«Éste es el día en que actuó el Señor. Cantemos y alegrémonos en él.» Así cantamos con un
versículo del Salterio de Israel que manifestaba intrínsecamente la espera del Resucitado y
que, de ese modo, tenía que convertirse en cántico pascual de los cristianos. Cantamos el
Aleluya, en el que una palabra del idioma hebreo se ha convertido en expresión intemporal de
la alegría de los redimidos.
Pero ¿es lícito que nos alegremos, realmente? ¿No es la alegría casi algo así como un cinismo,
como una burla, en un mundo tan lleno de sufrimiento? ¿Estamos redimidos? ¿Está redimido el
mundo?
Los disparos con los que fue asesinado el arzobispo de San Salvador [Óscar Romero, 1980]
durante la consagración son sólo un fogonazo deslumbrante que deja caer su luz sobre el
desencadenamiento de la violencia, sobre la barbarización del ser humano que se extiende
por todo el orbe. En Camboya desaparece lentamente todo un pueblo, y nadie quiere to-
mar nota de ello. Y por todas partes hay también hombres que sufren a causa de su fe, de
sus convicciones, cuyos derechos son pisoteados. Dimitri Dudko, el sacerdote ruso, dirigió en
noviembre de 1980 un mensaje a todos los cristianos, presintiendo probablemente su cerca-
no arresto. Dice Dudko acerca de su mensaje que está hablando desde el Gólgota y, al
mismo tiempo, desde el lugar en que el Señor resucitado se apareció atravesando puertas
cerradas. Ve Moscú como el Gólgota en que el Señor es crucificado. Pero a la vez lo ve co-
mo el lugar en que, a pesar o justamente a raíz de las puertas cerradas que quisieran impedirle
el acceso, el Resucitado se hace presente y se manifiesta visiblemente.
Quien contempla el mundo de ese modo podría preguntarse si realmente tenemos
tiempo para pensar en Dios y en las cosas divinas, o si no sería mejor que empleáramos
todas las fuerzas para hacer que esta tierra fuese mejor. Bertold Brecht escribió en su momen-
to el siguiente verso inspirado en la misma convicción: «No os dejéis seducir: moriréis con
todos los animales, y después no viene nada más». Brecht veía la fe en el más allá, en la resu-
rrección, como una seducción del hombre que le impide aprehender de lleno este mundo,
esta vida. Pero quien opone la semejanza divina del hombre a su semejanza de los anima-
les, pronto lo considerará también como un animal. Y si —como dice otro poeta moder-
no— morimos como perros, muy pronto viviremos también como perros y nos trataremos
como perros, o más bien, como no se debería tratar a ningún perro.
Más honda fue la mirada del filósofo judío Theodor Adorno, que a partir del apasionado
anhelo mesiánico de su pueblo preguntó y buscó una y otra vez cómo se puede crear un
mundo justo, la justicia en el mundo. Finalmente, Adorno llegó a la siguiente convicción:
para que en verdad haya justicia en el mundo tiene que haber justicia para todos y para
siempre; es decir, justicia también para los difuntos. Debería ser una justicia que revocara de
forma irrevocable y reparara también los sufrimientos del pasado. Pero para que esto fue-
se posible, debería haber resurrección de los muertos.
Creo que sobre este trasfondo podemos captar de nuevo el mensaje de la Pascua. ¡Cristo
ha resucitado! ¡Sí, hay justicia para el mundo! Existe la justicia completa para todos, una justicia
que es capaz de revocar también lo irrevocablemente pasado, porque existe Dios y porque
él tiene el poder para ello. Dios no puede sufrir, pero sí compadecer, como formuló una
vez san Bernardo de Claraval. Él puede compadecer porque puede amar. Este poder de la
35
compasión a partir del poder del amor es el poder que es capaz de revocar lo irrevocable y
otorgar justicia. Cristo ha resucitado, es decir, existe la fuerza que puede crear justicia y que
crea justicia. Por eso, el mensaje de la resurrección no es sólo un himno a Dios, sino también
un himno al poder de su amor, y por eso un himno al hombre, a la tierra y a la materia. Todo
es salvado. Dios no deja que ninguna parte de su creación caiga silenciosamente en lo
pretérito. Él ha creado todo para que exista, como dice el libro de la Sabiduría. Él lo ha crea-
do todo para que todo sea una sola cosa y todo le pertenezca, para que sea válido que Dios es
todo en todo.
Pero entonces se plantea la siguiente pregunta: ¿cómo podemos corresponder a este
mensaje de resurrección? ¿Cómo puede él introducirse y hacerse realidad entre nosotros? La
Pascua es como el resplandor de la puerta abierta que conduce fuera de la injusticia del mundo
y la invitación a seguir ese resplandor de luz, a mostrárselo a otros, sabiendo que no se trata
de un ensueño sino de la luz real, de la salida real. Pero ¿cómo podemos ir hacia allá? A esa
pregunta responde la lectura del domingo de Pascua, donde Pablo escribe a los colosenses:
«Si habéis sido resucitados juntamente con Cristo, buscad lo de arriba, donde está Cristo,
sentado a la derecha de Dios. Aspirad a lo de arriba, no a lo de la tierra» (Col 3,1s).
Quien escuche con oídos modernos esta indicación de san Pablo en el mensaje de Pascua,
quien preste atención a la realidad de la Pascua, estará probablemente tentado de decir:
¡o sea, que es verdad: fuga hacia el cielo, fuga del mundo! Pero tal interpretación es un
grave malentendido. En efecto: para la vida humana rige la ley fundamental de que sólo
quien se pierde se encuentra. Quien se quiere retener a sí mismo, quien no se trasciende, jus-
tamente ése no se recibe a sí mismo. Esta ley fundamental de la condición humana, que
sigue a la ley fundamental del amor trinitario, a la esencia del ser de Dios, que en el darse a
sí mismo como amor es la verdadera realidad y el verdadero poder, vale para todo el ámbi-
to de nuestra relación con la realidad.
Quien sólo quiere la materia, ése justamente la deshonra, le arrebata su grandeza y su
dignidad. Más que el materialista es el cristiano quien da a la materia su dignidad, porque la
abre a fin de que también en ella Dios sea todo en todo. Quien sólo busca el cuerpo, lo empe-
queñece. Quien sólo quiere las cosas de este mundo, ése destruye justamente de ese modo la
tierra. Servimos a la tierra en la medida en que la trascendemos. La sanamos en cuanto no
la dejamos estar en soledad y en cuanto nosotros mismos no permanecemos solos. Así co-
mo la tierra necesita físicamente del sol a fin de seguir siendo un astro de vida, y así como
necesita de la consistencia del todo para recorrer su trayectoria, así también el cosmos
espiritual de la tierra del hombre necesita la luz de lo alto, la fuerza que otorga cohesión, la
misma fuerza que le da apertura. No debemos cerrar la tierra para salvarla, no debemos afe-
rramos a ella. Debemos abrir de par en par sus puertas, a fin de que las verdaderas energ-
ías de las cuales ella vive y que nosotros mismos necesitamos puedan estar presentes en
ella. ¡Buscad lo de arriba! Éste es un encargo para la tierra: vivir orientados hacia arriba, hacia lo
alto, hacia lo que es elevado y grande, y oponerse a la pesantez de lo de abajo, de la des-
composición. Esto significa seguir al Resucitado, servir a la justicia, a la salvación de este
mundo.
El primer mensaje que el Resucitado transmite a los suyos a través de los ángeles y de las
mujeres reza: ¡Seguidme, que yo os precederé! La fe en la resurrección es un caminar. La fe en
la resurrección no puede ser otra cosa que un ir detrás de Cristo, en el seguimiento de
Cristo. Adonde fue él, de qué modo lo hizo y adonde hemos de seguirlo nosotros nos lo
ha expresado muy claramente Juan en su Evangelio de Pascua: «Voy a subir a mi Padre y
vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 21,17). El Resucitado dice a Magdalena que
ahora no puede tocarlo, y que sólo podrá hacerlo cuando ya haya ascendido. No po-
36
demos tocarlo de tal modo que lo hagamos regresar a este mundo: sólo podemos tocarlo
siguiéndolo, ascendiendo con él. Por eso, la tradición cristiana ha hablado muy conscien-
temente de seguimiento de Cristo, y no simplemente de seguimiento de Jesús. No seguimos
al muerto sino al Viviente. No buscamos imitar una vida pasada o transformarla en un pro-
grama con todo tipo de compromisos y reinterpretaciones. No debemos dejar fuera del
seguimiento aquello que le es auténticamente propio, a saber, la cruz, la resurrección y la fi-
liación divina, el ser-junto-al-Padre. Justamente de ello depende todo. Seguimiento signifi-
ca —una vez más según Juan— que, ahora, podemos ir a donde Pedro y los judíos no podían
ir al comienzo, pero allí nosotros podemos ir ahora porque él nos ha precedido y desde
que él nos ha precedido. Seguimiento significa asumir el camino en su totalidad, entrar en
lo que es de arriba, en lo oculto, que es lo auténtico y propio: en la verdad, en el amor, en
la condición de hijos de Dios. Ahora bien, un seguimiento semejante se da siempre y sólo
en la modalidad de la cruz, en el verdadero perderse a sí mismo, que es la única modalidad
en que se abren los tesoros de Dios y de la tierra, la única que abre, por decirlo así, las fuen-
tes vivas de la profundidad y deja entrar la fuerza de la vida verdadera en este mundo. Es
un adentrarse en lo oculto a fin de encontrar, en la verdadera pérdida de sí, la condición
de ser humano. Y después, eso mismo significa también hallar aquella reserva de alegría
que el mundo necesita con tanta urgencia. No es sólo nuestro derecho: es nuestra obliga-
ción alegrarnos, porque el Señor ha regalado la alegría y porque el mundo la espera.
Un breve ejemplo al respecto. La médica británica Sheila Cassidy, que en 1978 entró en
la orden benedictina, fue apresada en 1975 en Chile y torturada porque había prestado
atención médica a un revolucionario. Poco después de ser torturada la trasladaron a
otra celda, en la que encontró una Biblia gastada por el uso. Abrió el libro y lo primero con
que se topó fue con una imagen en la cual había un hombre totalmente abatido por los
truenos, los relámpagos y el granizo que caían sobre él. En ese momento se identificó con
el hombre de la imagen, se reconoció a sí misma en él. Pero después siguió contemplando la
imagen y, en la mitad superior de la misma, encontró una mano poderosa, la mano de
Dios, y además la frase del capítulo 8 de la Carta a los romanos, tomada del meollo mismo
de la fe en la resurrección: «Nada puede separarnos del amor de Cristo» (8,39). Y si primero
había captado sobre todo la mitad inferior de la imagen, esa irrupción de todo lo tremendo
que la deja abatida, indefensa como un gusano, ahora captaba cada vez más la segunda mi-
tad, la mano poderosa, el «nada puede separarnos».
Si al inicio todavía rezaba: «Señor, déjame en libertad», ese sacudir interiormente los ba-
rrotes de la celda se convirtió cada vez más en aquel abandono sereno y verdaderamente
libre que, con Cristo Jesús, reza: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». Y así experimentó
cómo la invadía una gran libertad y bondad para con aquellos que odiaban, a quienes ahora
podía amar porque reconocía su odio como su miseria y cautividad. Después se la colocó
junto a las mujeres marxistas, para quienes llevó a cabo celebraciones religiosas y que,
con ella, descubrieron esa ausencia de odio y la gran libertad que de la misma brotaba.
Dice la religiosa: «Sabíamos que esta libertad que teníamos detrás de gruesos muros no era algo
imaginario sino una realidad totalmente real». Tras ocho semanas, fue dejada en libertad. Pero de
su experiencia le quedó que, a partir de entonces, en su vida cotidiana encuentra siempre en
los hombres y en las cosas a Cristo, de modo que, desde ese momento, puede entender «que
los hombres que están signados por la cruz de Cristo caminen alegres a través de la oscuridad».
Hallar la vida oculta significa abrir las fuentes de fuerza de este mundo, significa conectar el mun-
do con el poder que es capaz de salvarlo y de darle las energías que en vano busca dentro de sí
mismo. Significa alumbrar las fuentes de la alegría que salva y transforma y que tiene el poder
37
de revocar lo irrevocable. ¡Buscad lo de arriba! No se trata de un manotazo en el vacío, sino de la
gran puesta en marcha pascual hacia lo auténticamente real1.
Me sentí estremecido cuando, en una ocasión, leí la afirmación de una misionera india según
la cual, en realidad, todavía no estamos en condiciones de mostrar a Cristo a los hombres de
la India, puesto que la mayoría de los misioneros, orientados en su acción totalmente hacia
fuera, de acuerdo a los criterios indios no son realmente capaces de orar. Según la misma misio-
nera, esta incapacidad tiene a su vez como resultado que los misioneros no llegan a tocar en
absoluto desde dentro el punto de la unificación interior entre Dios y el hombre; y de ese mo-
do, tampoco se puede mostrar al mundo el misterio de Aquel que se hizo hombre y conducirlo
hacia la libertad que procede de ese misterio. He aquí el llamamiento más profundo de la Pas-
cua: nos invita a ponernos en marcha hacia dentro y hacia arriba, hacia la verdadera realidad,
que está oculta y que tenemos que descubrir como realidad. Sólo podemos creer en el Resu-
citado si nos hemos encontrado con Él. Sólo podemos encontrarnos con Él si lo hemos segui-
do. Y cuando hemos hecho ambas cosas, podemos dar testimonio de Él y llevar su luz a este
mundo.
Uno de los salmos de Israel, que la Iglesia entiende como salmo de la Pasión de Jesucristo y
que durante mucho tiempo se rezó al comienzo de cada misa, dice: «¡Hazme justicia, oh
Dios!». Es el clamor de todo un mundo que se encuentra en situación de Pasión. ¡Haz justicia,
oh Dios! Dios ha dicho que sí: ¡Cristo ha resucitado! Lo irrevocable es revocable. La fuerza de la
transformación está ahí. ¡Vivamos hacia ella! ¡Busquemos lo de arriba!
El resplandor de Dios en nuestro tiempo. Meditaciones sobre el año litúrgico, Herder, Barcelona 2008, pp. 95-105.
1
Véase S. Cassidy, «Beten in Bedrängnis. Gebetserfahrungen in der Haft in Chile», en “Geist und Leben” 53 (1980) 81-91. Cita: 91.
38
La eucaristía,
celebración de la comunión de vida con Jesucristo
Gerhard Ludwig Müller
En la eucaristía, Jesús sale al encuentro de cada creyente,
igual que durante su vida terrena salía al encuentro de sus discípulos
EL CHRISTUS PRÆSENS
Aunque la muerte de Jesús ocupa un momento concreto en la historia, la cruz tiene
una relación directa con todo hombre, independientemente de dónde y cuándo viva. En la
muerte en la cruz de Jesús, Dios ha llevado a su consumación la historia en favor del ho m-
bre. Por Cristo sabemos que Dios es origen y fin —principium et finis— de todo hombre.
Jesús de Nazaret es el camino que une comienzo y fin. La promesa de Dios como vida del
hombre ha llegado a su cumplimiento en Jesús:
Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tenga sed, le daré a beber gratis de la
fuente del agua de la vida (Ap 21,6).
En la eucaristía, la Iglesia actualiza la muerte de Jesús como acceso a la vida de Dios, a
través del Espíritu Santo, que, con poder divino, realiza la celebración sacramental. De
esta forma, la eucaristía eclesial comprende el pasado y el futuro de toda la historia:
Así pues, siempre que coméis de este pan y bebéis de este cáliz [de la nueva alianza por la
sangre de Cristo], anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva [como fin de la historia] (1
Cor 11,26).
Cuando la Iglesia celebra la eucaristía, Jesús, el Señor elevado al Padre, se entrega di-
rectamente a todo creyente. Jesús da a todo creyente y seguidor suyo su cercanía, su
amistad personal. Se trata de una relación yo-tú. Jesús no es una gran figura de la anti-
güedad, al modo de Sócrates. Ni hace falta devolverlo a la vida mediante una biografía
elaborada por una imaginación contemplativa. En la celebración litúrgica de su Iglesia,
que celebra el santo sacrificio «en memoria suya» (1 Cor 11,25), él se hace presente como
el Señor crucificado y resucitado, cuyo Padre es Dios.
En la eucaristía, Jesús sale al encuentro de cada creyente, igual que durante su vida t e-
rrena salía al encuentro de sus discípulos a través de sus palabras y sus obras, cuando los
hacía madurar en la fe, les anunciaba el reino de Dios y los reunió como Iglesia de Dios
hasta el fin de los tiempos. Él se presenta como el Hijo al que el Padre dio a conocer en su
resurrección de entre los muertos, tras la pasión y muerte en la cruz. En las apariciones a
sus discípulos, Jesucristo se manifestó como el resucitado por el Padre y envió el Espíritu
Santo a su Iglesia hasta el fin del mundo. La eucaristía fue entendida desde el principio
como la concentración de todos los elementos constitutivos de la Iglesia. Es el cent ro de
la autorrealización eclesial, pues la Iglesia es la comunión de vida con Cristo de los creye n-
tes y la de los discípulos entre sí:
[Y, así, la liturgia de los sacramentos y sacramentales hace que], en los fieles bien dispues-
tos, casi todos los acontecimientos de la vida sean santificados por la gracia divina que emana
del misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, de quien reciben su poder
todos los sacramentos y sacramentales (SC 61).
Lo que distingue el encuentro de los discípulos con el Jesús histórico del encuentro de
los creyentes con él, obrado actualmente por el Espíritu Santo, es sólo la forma en la que
39
Jesús se presenta. Tras la pascua y tras el final de su automanifestación en las apariciones
pascuales, sale a nuestro encuentro en la vida eclesial y, sobre todo, en los sacramentos.
En la última cena, Jesús había presupuesto la celebración sacramental de su muerte,
hecha efectiva en los símbolos eclesiales. Por eso estableció la forma litúrgica como fo r-
ma de su memoria. Jesucristo eligió libremente los signos del anuncio de la palabra, de la
acción de gracias y del compartir los dones del pan y el vino como la nueva forma de su
presencia. Hoy Jesús sale a nuestro encuentro de forma escondida a través de su carne y
de su sangre. Él está real y activamente presente en medio de los creyentes reunidos en
su nombre (Mt 18,20). Los discípulos de Emaús reconocen al Señor resucitado cuando
parte el pan con ellos (Lc 24,35). Jesús aclara el sentido de la Sagrada Escritura en relación
con el sacrificio eucarístico. Él explica que «el Mesías tenía que sufrir todo esto para e n-
trar en su gloria» (Lc 24,26).
ENCUENTRO PERSONAL CON JESÚS
La celebración de la eucaristía es un encuentro pleno con el Jesús histórico, Salvador
de todos los hombres, en los signos de la acción de gracias y de la comunión sacramental.
Un encuentro ordenado a la plenitud futura del acontecimiento salvador en la segunda
venida de Jesucristo al final del tiempo. En esta celebración, Jesús se hace presente como
centro de la creación y de la historia y como mediador entre cada hombre y Dios. Jesús
incorpora a los hombres a la comunión del Hijo con el Padre en el Espíritu Santo. La c o-
munión entre sus discípulos se convierte en un «signo real» eminente de la nueva y defin i-
tiva conformación de la historia instaurada por Cristo.
El Concilio Vaticano II ha comprendido la liturgia, y especialmente la eucaristía, como
misterio pascual de la pasión, resurrección, ascensión y segunda venida de Jesucristo. En
la eucaristía se realiza de forma sacramental la obra salvadora de Jesucristo que es anun-
ciada y actualizada por la palabra de la enseñanza apostólica. Aunque algunos elementos
de la celebración eucarística sólo ocasionalmente se han considerado ritos significativos,
toda la eucaristía constituye una estructura armónica, garantizada por la autoridad de la
Iglesia. Como sacramento, es parábola y trasunto de la actuación histórico -salvífica de
Jesús en su vida y en su muerte. Manifiesta, además, la naturaleza de la mediación eclesia l
y sacramental de la salvación. El camino del cristiano en el mundo es una incorporación
permanente al destino de Jesús. El cristiano interpreta su vida a la luz de Cristo y afianza
así la comunión con Jesús y, a través de ella, la comunión con Dios, Padre de Jesucristo.
La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre luz y fuerzas por su
Espíritu, para que pueda responder a su máxima vocación; y que no ha sido dado a los hom-
bres bajo el cielo ningún otro nombre en el que puedan salvarse (GS 10).
Por tanto, la santa misa debe entenderse como una ejercitación en el seguimiento de
Jesús. Es un acompañamiento contemplativo siempre nuevo del camino de Cristo que
lleva a la unión del hombre con Dios en el amor. Este amor de Dios procede de Jesucristo
como de una fuente inagotable de la que siempre podemos beber. Para muchos, la cel e-
bración de la misa dominical está aquejada de incomprensión y aburrimiento, quizás po r-
que no reconocen los momentos y los ritos concretos de su discurrir interno. Pero deber-
ían ser conscientes de que la celebración de la misa trata de ellos mismos, de su salvación
y de su felicidad.
Quien entiende el desarrollo litúrgico como una sucesión de signos que introducen en
el sentido profundo del destino de Jesús comprenderá la eucaristía como centro en el que
confluyen y del que parten todas las líneas de la vida cristiana. La santa misa se convierte
en fuente de existencia cristiana, en maestra de vida cristiana. Viene a ser en verdad al i-
40
mento para la vida eterna (cf. Jn 6,27). Jesús se presenta a sus fieles como el pan vivo que
ha bajado del cielo y su Padre nos regala este pan que, en el signo del sacrificio de Jesús,
da al mundo la vida que es el mismo Dios trino (cf. Jn 6,33.51).
La Misa. Fuente de vida cristiana, Cristiandad, Madrid 2004, pp. 15-19.
41
“No mi voluntad, sino la tuya”
Jean Corbon
Se reza como se vive, pero se vive como se ama
El Designio de amor del Padre se despliega en la historia en una Economía sabiamente
ordenada (cf. Ef 1 y 3,9-11) que se realiza en Cristo en la plenitud de los tiempos. Este De-
signio benévolo, el de nuestra salvación, lo realiza Jesucristo plenamente, viniendo del
Padre hasta nosotros y volviendo al Padre con nosotros. Este misterio pascual conlleva un
doble movimiento de amor por parte del Padre: «desciende» hacia nosotros, nos ama
primero, se nos da al darnos su Hijo único y su Espíritu Santo, para que nosotros podamos
«elevarnos» a Él por su Cristo, en la Comunión de su Espíritu vivificante. Es en este doble
movimiento pascual en el que hemos participado de una vez por todas en nuestro bau-
tismo (cf. Rom 6,3-4). Y es el movimiento de fondo de nuestra vida nueva en Cristo. Por-
que el Hijo único «se despojó de su rango», el Padre lo «encumbró», y con Él, a los hijos
que le fueron dados (cf. Flp 2, 6-9; Heb 2, 13).
Ahora bien, la oración cristiana no es tal si no actualiza en el alma del bautizado la Pa s-
cua de su Señor. Esto es, no podemos ser elevados hacia el Padre con Jesucristo, si no
somos arrebatados por Él al final de su rebajamiento. El Hijo amado se rebajó desde su
encarnación hasta ser amortajado y sepultado entre los muertos. Hace falta que co m-
prendamos bien que su rebajamiento es una teofanía, pero es esencialmente diferente a
las teofanías de la Antigua Alianza, incluso las más interiorizadas como las de Elías en el
Horeb. Jesucristo no nos manifiesta al Padre quedándose al margen de nosotros porque
se ha hecho consubstancial a nuestra humanidad; manifiesta, en su Persona, al Padre que
permanece en Él. Esta teofanía en el rebajamiento, «sin figura, sin belleza» (Is 53,2), «ama
hasta el fin» (Jn 13,2). El Verbo del Padre abraza nuestra naturaleza humana concreta, con
todas sus debilidades y sus pecados, y finalmente conoce la muerte, Él que es el Hijo del
Dios vivo. Es en esta loca kénosis de amor de su Hijo, en la que el Padre viene a nuestro
encuentro y nos atrae: en la humanidad de su Hijo que es ya la nuestra, encuentra final-
mente a sus hijos que estaban perdidos y vuelve a dar vida a aquellos que estaban muer-
tos. El primer ímpetu de la oración cristiana participa en ese momento misterioso de la
Economía de la salvación, en el cual el Espíritu del poder del Padre hace surgir del sepul-
cro al Cristo vivo y vencedor de la muerte [...].
Cuando llegó su Hora, Jesús cumplió, de una vez por todas, el Designio de amor del Pa-
dre. Esta Hora no pasa, llena la historia y la arrastra hacia la Vida eterna. En ella, en el hoy
de Dios, se presiente hasta qué profundidad la oración cristiana es llamada a participar en
la oración de Cristo. Es en efecto a la Hora de su Pasión cuando Jesús conoce el último
combate, su «agonía», donde rinde su libre voluntad humana a la eudokia [εὐδοκία: be-
neplácito, designio benévolo] del Padre. No somos capaces de comprender la locura de su
kénosis [κένωσις: vaciamiento, anonadamiento]: Él, Hijo del Dios vivo, el Verbo de Vida,
¿consiente, en su voluntad humana, conocer la muerte? No puede ser sino por amor a su
Padre y para con nosotros (cf. Jn 15,13): en su humanidad, Jesús es despojado de sí mismo
y entregado a su Padre. Pero he aquí el misterio desgarrador e insondable: en la Hora de
la Cruz, el Padre es despojado de sí mismo, «no escatima a su propio Hijo y lo entrega por
todos nosotros» (Rom 8,12). En la Cruz, Jesús está suspendido de su Padre, el Verbo es
hecho silencio porque el Padre enmudece. No es que el Padre esté ausente o que haya
abandonado a su único Hijo, sino que se ha dado del todo en su Hijo amado «para que nos
diera vida». Sí, en esto se ha manifestado el amor del Padre por nosotros (cf. Jn 4, 9 -10).
42
Con un grito estremecedor, Jesús encomienda su espíritu en las manos del Padre (cf. Lc
23,46). El Espíritu que procede del Padre y que otorga la Vida, cumple el Designio de amor
del Padre resucitando a Jesús, hecho a partir de ese momento plenamente «Cristo» y «S e-
ñor» (Hch 2,36). En su Cuerpo glorificado, puede ahora dispensar profusamente el Espíritu
filial a aquellos que creen en Él y en el Padre que le ha enviado. El Espíritu Santo pone los
miembros en comunión con la Cabeza y constituye así la Iglesia, sacramental y realmente
Cuerpo de Cristo. Es en este misterio de la Iglesia cómo se vive la Comunión íntima con el
Padre, y por lo tanto la oración auténticamente «cristiana», porque el Espíritu de Cristo
resucitado es el Aliento del cual surge el primer ímpetu de nuestra oración.
«Padre mío, no se haga mi voluntad, sino la tuya». A la luz de este ruego único del Se-
ñor Jesús, en el momento decisivo de la Economía de nuestra salvación, podemos com-
prender y vivir mejor lo que es la oración de los pequeñuelos (cf. Lc 10,21), su comunión
con el Padre. Esencialmente, es un movimiento de «amor». No en palabras o en senti-
mientos, sino de hecho y con verdad. Expresa una preferencia: «que se haga tu voluntad».
No [es a mí] a quien anhelo, sino a Ti, Padre. El motivo de esta preferencia no puede ser
otro que ver cuánto y cómo nos ama el Padre, encontrarle siempre a partir de ahora y
creer en Él.
Tal amor de preferencia no se alcanza sin lucha. La oración cristiana es un «combate»,
donde se actualiza para cada uno y para cada una la agonía de Cristo. ¿Cuál es el motivo
de la constancia en este combate, dado que «el espíritu está dispuesto, pero la carne es
flaca»? Jesús es quien combate por nosotros, nuestra fortaleza está en la esperanza, en la
confianza sin límite en el amor misericordioso de nuestro Padre.
Se reza como se vive, pero se vive como se ama. El ágape divino es el criterio de todo.
«Si Dios nos amó tanto, es deber nuestro amarnos unos a otros... Si nos amamos mutu a-
mente, Dios está con nosotros y su amor está realizado entre nosotros; y esta prueba te-
nemos de que estamos con él y él con nosotros: que nos ha hecho participar de su Espíri-
tu» (1 Jn 4,11-13). No podemos orar si, de una manera u otra, nuestro corazón está cerrado
a los demás. Herimos así el Cuerpo de Cristo y «contristamos» el Espíritu e impedimos su
acción en la sinergia de la oración.
Si desfallece el combate de la oración, sucumbimos a las tentaciones contra la caridad,
en nuestros juicios, en nuestras palabras, en nuestros actos o en nuestras omisiones (cf.
Mt 25,45). La oración puede partir de nuevo de lo más profundo, del corazón humillado y
contrito, y convertirse en «retorno hacia el Padre», en la confianza de su misericordia i n-
agotable. Este retorno del corazón (metanoia [μετανοῖεν]) será más verdadero cuando
busquemos, no aplacar nuestra conciencia, sino la alegría de nuestro Padre (Lc 15).
En la oración cristiana, el Espíritu del Padre busca, por tanto, conformar los hijos de
adopción a la imagen del Hijo amado. Más que temporadas fuertes de oración, la existen-
cia cristiana es una vida de oración, enraizada en la Pascua del Señor que no cesa jamás.
Una de las disposiciones habituales que el Espíritu Santo, el Maestro de la oración, busca
desarrollar a este fin, es la de la «escucha del corazón». Esta disposición es «crística» y
está volcada enteramente hacia el Padre. Jesús, en efecto, no dice nada que no sea aque-
llo que ha escuchado del Padre. El Verbo encarnado puede expresarnos al Padre porque
siempre está a su escucha y sólo busca aquello que complace a Aquel que le ha enviado. El
término griego «escuchar» (hypakouein [ὑπακούειν], someterse al entender) toma toda su
fuerza de sentido en la Hora de Jesús. «Cierto que, aunque era Hijo de Dios, aprendió co-
mo hombre, por las cosas que padeció, a obedecer (hypakoèn [ὑπακοὴν])» (Heb 5,8), y
por esto el Padre le ha escuchado y le ha arrancado del poder de la muerte. La voluntad
43
del Padre, a partir de Abraham, es entendida como una llamada; escucharla no puede
proceder sino de la fe y sólo entonces esta voluntad de amor se revela como Resurrec-
ción.
Otra constante de la oración cristiana que se revela a la luz de la Hora de Jesús, tiene
que ver con el «deseo» enraizado en las profundidades del corazón humano. Sea la or a-
ción vocal, meditación o plegaria larga, sabemos bien que su ímpetu hacia el Padre, muy a
menudo, se desvía hacia otros centros de interés. Lo que llamamos «distracción» no es
otra cosa que una «atracción» más fuerte que nuestro tornar hacia el Padre. Aunque se a-
mos «imagen de Dios», ya no nos seduce la Hermosura de Aquel de quien habríamos de
reflejar la Gloria. La fe en su amor aún no ha arrebatado la profundidad de nuestro deseo,
y buscamos cómo colmarlo en otra parte.
Que nuestras estructuras psíquicas se queden en sus apetencias y nos distraigan en la
oración es lo más normal, ya que no es por medio de aquellas como estamos en comunión
con la Santísima Humanidad del Señor. Lo que está en juego aquí es nuestro corazón, cu-
yo deseo no puede ser colmado más que por una Presencia que lo trasciende. La oración
es, en este sentido, nuestra sed de Dios. Jesús asume nuestra sed, como todo lo que hay
en el hombre, pero la novedad asombrosa es que Él mismo tiene sed de nosotros, de
nuestro amor, y esa sed es divina. ¿No es su última palabra —en la cual, una vez más, nos
enseña al Padre, puesto que la dirige a nosotros—, «tengo sed» (Jn 19,28)? Este grito sube
de las profundidades del Padre que nos desea. El Espíritu Santo, el Agua viva que mana de
Cristo resucitado (cf. Jn 7, 37-39), busca purificar nuestro deseo en el crisol de la oración
—y la auténtica ascética cristiana encuentra allí su sentido— al avivar nuestra sed en res-
puesta a Aquel que muere de sed de amor por nosotros.
En la misma sinergia purificadora del Espíritu Santo y del corazón, y siempre a la luz de
la Hora de Jesús, convendría subrayar que el Paráclito prometido por Cristo en su testa-
mento es llamado, constantemente, el «Espíritu de Verdad» (Jn 14-16, pássim). «La verdad
os hará libres » (Jn 8,32). «Quien obra según la verdad viene a la luz» (Jn 3,21). Los pequ e-
ñuelos a los que el Hijo revela al Padre son aquellos cuyo corazón es sencillo, sin mezclas,
luminoso, y por medio de su boca el Padre se procura una alabanza (cf. Mt 21,16).
Liturgia y oración, Cristiandad, Madrid 2004, pp. 124-126.132-137.
44
“Tengo sed de ti”
Beata Teresa de Calcuta
Toda tu vida he estado deseando tu amor
“Mira que estoy a la puerta y llamo...” (Apocalipsis 3, 20).
Es verdad. Estoy a la puerta de tu corazón, de día y de noche. Aun cuando no estés escu-
chando, aun cuando dudes que pudiera ser yo, ahí estoy; esperando la más pequeña señal
que me permita entrar.
Quiero que sepas que cada vez que me invitas, yo vengo siempre, sin falta. Vengo en si-
lencio e invisible, pero con un poder y un amor infinitos, trayendo los muchos dones de mi
Espíritu. Vengo con mi misericordia, con mi deseo de perdonarte y de sanarte, con un amor
hacia ti que va más allá de tu comprensión. Un amor en cada detalle, tan grande como el
amor que he recibido de mi Padre (“Yo os he amado como el Padre me ama a mí...”, Jn
15,10). Vengo deseando consolarte y darte fuerza, levantarte y vendar todas tus heridas. Te
traigo mi luz, para disipar tu oscuridad y todas tus dudas. Vengo con mi poder, que me per-
mite cargarte a ti: con mi gracia, para tocar tu corazón y transformar tu vida. Vengo con mi
paz, para tranquilizar tu alma.
Te conozco como la palma de mi mano, sé todo acerca de ti, hasta los cabellos de tu ca-
beza he contado. No hay nada en tu vida que no tenga importancia para mí. Te he seguido a
través de los años y siempre te he amado, hasta en tus extravíos. Conozco cada uno de tus
problemas. Conozco tus necesidades y tus preocupaciones y, sí, conozco todos tus pecados.
Pero te digo de nuevo que te amo, no por lo que has hecho o dejado de hacer, te amo por ti,
por la belleza y la dignidad que mi Padre te dio al crearte a su propia imagen. Es una dignidad
que muchas veces has olvidado, una belleza que has empañado por el pecado. Pero te amo
como eres y he derramado mi sangre para rescatarte. Si sólo me lo pides con fe, mi gracia
tocará todo lo que necesita ser cambiado en tu vida: yo te daré la fuerza para librarte del
pecado y de todo su poder destructor.
Sé lo que hay en tu corazón, conozco tu soledad y todas tus heridas, los rechazos, las
humillaciones, yo lo sobrellevé todo antes que tú. Y todo lo sobrellevé por ti, para que pu-
dieras compartir mi fuerza y mi victoria. Conozco, sobre todo, tu necesidad de amor, sé lo
sediento que estás de amor y de ternura. Pero cuántas veces has deseado satisfacer tu sed
en vano, buscando ese amor con egoísmo, tratando de llenar el vacío dentro de ti con place-
res pasajeros, con el vacío aún mayor del pecado.
¿Tienes sed de amor? “Venid a mí todos los que tenéis sed...” (Jn 7,37). Yo te saciaré y te
llenaré. ¿Tienes sed de ser amado?, te amo más de lo que puedes imaginarte... hasta el pun-
to de morir en la cruz por ti.
Tengo sed de ti. Sí, ésa es la única manera en que apenas puedo empezar a describir mi
amor: Tengo sed de ti. Tengo sed de amarte y de que tú me ames. Ven a mí y llenaré tu co-
razón y sanaré tus heridas. Te haré una nueva criatura y te daré la paz aun en tus pruebas.
Tengo sed de ti. Nunca debes dudar de mi misericordia, de mi deseo de perdonarte, de mi
anhelo por bendecirte y vivir mi vida en ti, y de que te acepto sin importar lo que hayas
hecho. Tengo sed de ti. Si te sientes de poco valor a los ojos del mundo, no importa. No hay
nadie que me interese más en todo el mundo que tú. Tengo sed de ti. Ábrete a mí, ven a mí,
ten sed de mí, dame tu vida. Yo te daré pruebas de lo valioso que eres para mi corazón.
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¿No te das cuenta de que mi Padre ya tiene un plan perfecto para transformar tu vida a
partir de este momento? Confía en mí. Pídeme todos los días que entre y que me encargue
de tu vida y lo haré. Te prometo ante mi Padre en el cielo que haré milagros en tu vida. ¿Por
qué haría yo esto? Porque tengo sed de ti. Lo único que te pido es que te confíes completa-
mente a mí. Yo haré todo lo demás.
Desde ahora, ya veo el lugar que mi Padre te ha preparado en mi Reino. Recuerda que
eres peregrino en esta vida viajando a casa. El pecado nunca te puede satisfacer ni traerte la
paz que anhelas. Todo lo que has buscado fuera de mí sólo te ha dejado más vacío; así que
no te ates a las cosas de este mundo, pero, sobre todo, no te alejes de mí cuando caigas. Ven
a mí sin tardanza porque cuando me das tus pecados, me das la alegría de ser tu Salvador.
No hay nada que yo no pueda perdonar y sanar, así que ven ahora y descarga tu alma.
No importa cuánto hayas andado sin rumbo, no importa cuántas veces me hayas olvida-
do, no importa cuántas cruces lleves en esta vida; hay algo que quiero que siempre recuer-
des, y que nunca cambiará: Tengo sed de ti, tal y como eres. No tienes que cambiar pa-
ra creer en mi Amor; tu confianza en ese Amor te hará cambiar.
Tú te olvidas de mí y, sin embargo, Yo te busco a cada momento del día y estoy ante las
puertas de tu corazón, llamando. ¿Encuentras esto difícil de creer? Entonces, mira la cruz,
mira mi corazón que fue traspasado por ti. ¿No has comprendido mi cruz? Escucha de nuevo
las palabras que dije en ella, pues te dicen claramente por qué Yo soporté todo esto por ti:
... “Tengo sed” (Jn 19,28). Sí, tengo sed de ti. Como el resto del salmo que yo estaba rezan-
do dice de mí: “...esperé compasión inútilmente, esperé alguien que me consolara y no lo
hallé” (Sal 69,20). Toda tu vida he estado deseando tu amor. Nunca he cesado de buscarlo y
de anhelar que me correspondas. Tú has probado muchas otras cosas en tu afán por ser fe-
liz. ¿Por qué no intentas abrirme tu corazón, ahora mismo, más que antes?
Cuando finalmente abras las puertas de tu corazón y te acerques lo suficiente, entonces
me oirás decir una y otra vez, no en meras palabras humanas sino en espíritu: “No importa
qué es lo que hayas hecho, te amo por ti mismo. Ven a mí con tu miseria y tus pecados, con
tus problemas y necesidades, y con todo tu deseo de ser amado. Estoy a la puerta de tu co-
razón y llamo... ábreme, porque tengo sed de ti...”
Reflexión de la Madre Teresa sobre las palabras de Jesús crucificado que escuchó en el fondo de su corazón el 10 de
septiembre de 1946, y que le llevaron a la dedicación a Dios en los los más necesitados que caracterizó el resto de su
vida.
46
“Toda la finalidad de la doctrina y de la enseñanza
debe ser puesta en el amor que no acaba.
Porque se puede muy bien exponer
lo que es preciso creer, esperar o hacer;
pero sobre todo debe resaltarse
que el amor de Nuestro Señor siempre prevalece,
a fin de que cada uno comprenda
que todo acto de virtud perfectamente cristiano
no tiene otro origen que el amor,
ni otro término que el amor.”
Catecismo Romano, Prefacio, 10
Cit. en el Catecismo de la Iglesia católica, n. 25

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